“Why is it the words we write for ourselves are always better than the words we write for others?”



No lo sé, pero así es.

Debo explicarme, estimado lector. Lo que tiene ante sí es una página electrónica en la que iré dando debida cuenta de mis cuitas literarias; y no tanto de lo que se me vaya ocurriendo en lo sucesivo como aquello en lo que he venido trabajando (imaginando, pensando, soñando, escribiendo, pintando, concibiendo) desde hace más de una y dos décadas. Con el tiempo lo he ido desvelando: el arte de escribir es antes una mística que una profesión. No garabateo cuadernos de sueños, pensamientos y fantasías por afición sino por íntima devoción; ignoro cómo uno se hace uno escritor ni qué proporción de locura se ha (con)tener para dedicarse a la enfermedad de las letras, pero una vez se arriba a sus costas ya no hay embarcación de vuelta que valga. Y aludo principalmente al ritmo del teclado; al desvanecerse en la trama del pensamiento que se desmadeja en forma de signos de escritura; a ese tipo de concentración que navega entre la duermevela del alucinado y la agudeza del filósofo. Una palabra lleva a la siguiente en un autodescubrimiento inconsciente, en el que retales de ti mismo y de las musas se desperezan en un hipnótico juego de escondite.

Hablo de la escritura como devoción, no como afición. Que sé bien de qué materia están formadas mis letras y a su ciencia parda me debo. No desvelo sus naipes en mis ratos libres: sueño con ellas y con sus representaciones gráficas a cada minuto.

Hablo de escritura como arte que imita la vida y vida que simula arte. No hablo de ciencia académica, aunque a esa muralla rocosa en alguna ocasión viajé. Arte y ciencia derívanse de sus patitas, pero no la justifican. En román paladino, la única situación en la que me volvieran a ver dedicándome al oficio de la ciencia, se daría en el improbable caso en el que se abonaran mis servicios en plata. Me he convertido en un mercenario celoso de mis horas y mis destrezas. Porque no, no me distrae el hecho de escribir cien páginas con precisión milimétrica.

Hablo de escritura como punto de partida y fin, no como forma de ganarse la vida. Para llenar el saco con las letras me vería obligado a pergeñar carpinterías que embelesen Pepes y Marías en estaciones, aeropuertos y sillones, amén de pelotear a indignos representantes de castillos editoriales. Cuentos con introducción, nudo y desenlace que evadieran de sus vidas raudas a unos y llenaran los bolsillos a otros. Aquello que escribimos para nosotros tiene más valor que lo que escribimos para otros.

A colación de lo anterior, debo confesarle que no estoy particularmente interesado en el género de la novela, ni como escritor ni como lector. Mis dos referentes literarios inmediatos son Bécquer y Poe: cuentos cortos y de intensidad visual en los que dar rienda suelta a la sombría fantasía de un alma solitaria. En calidad de lector, me decanto por el ensayo, el artículo y el libro de texto académicos, los cuentos largos y cortos, la novela corta y los textos técnicos y formativos y recreativos de todo orden. Lo confieso: no me siento a gusto en los trayectos largos; mi paladar está hecho a los licores cortos de alto gradaje; por los suaves placeres del opio sobre lienzos de seda transitan mis pulsaciones.


Observo mis años de juventud con los ojos legañosos de recién despierto; con nostalgia envidio la audacia de aquel chico sin importancia colectiva. Sin sueños; con ansias; persiguiendo la experiencia del diagrama alineal armado con un mapa de la Vía Láctea.

Onírica fue una protonovela que emprendí hacia el año 2005, al albur de una Salamanca que yace semimuerta en el fondo de mi corazón roto. Mis textos de fantasía y ciencia ficción los comenzó un inocente y los acabó una sombra desdichada atrapada en un Hades intermedio. Mis textos académicos son fruto de la devoción de un alma inclinada al placer de la biblioteca, mesmerizado por las luces que rielaban entre sus estantes.

Esta extensa producción literaria y académica la componen bloques de textos digitales que ahora vierto para público deleite. Digo "público", aunque siéndole completamente sincero no tengo ni la menor idea de a quién le podría interesar semejantes accesos de locura en un mundo tan vulgarizado como el actual, donde la capacidad de comprensión lectora y los tiempos de retención se acortan con la vertiginosa velocidad del scroll. Mis aficiones son, bien lo sé, el fruto de un alma que decidió morar en sombras armada de caduceos. El resultado de mis vicios torcidos cae con todo su peso en el fondo de una charca muy honda pero estrecha, en la que muy pocos se han aventurado.

¿Cree que soy un romántico? Cree usted mal: me dedico al mundo de los negocios desde hace ya unos buenos años. Sé de márgenes de beneficio tanto como de márgenes de precipicios. Y en ambos me muevo con la soltura de un ave rapaz albina.

¿Cree que soy un romántico? Cree bien. No me hable usted de su vehículo de lujo ni sus viajes prefabricados, ni de sus aficiones de pan y circo. Asistiría a mi desconexión en directo. Mi mundo verdadero es interno. Mis rutinas diarias son espartanas.

Soy incapaz de vivir de la literatura porque conozco el viciado y mentiroso mundo editorial y académico español. Mi profesión es la de mantener los ojos abiertos en un mundo de cavernas platónicas.

Me bebo como agua Rayuela y habito en la catedral negra de Kafka.

Confío en que disfrute de mis textos.

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