Onírica, cuento de ensueño
Si fuéramos águilas descenderíamos en majestuoso vuelo desde alguna loma prohibida allende los mares, y sorteando los aquilones lavaríamos nuestros humos entumecidos con el gélido aliento del este. Cordeles de oro deslumbran ya el plumaje de corteza de abeto mientras ojuelos imperiales atisban la muralla. No alertamos el peligro inmemorial y al instante un espejismo aterrador nos arrebata de las nubes, porque los brazos deformes de miles de monstruos blancos laceran nuestro vientre, y heridos de muerte caemos. Y si no atendiéramos al dolor palpitante de nuestras entrañas, contemplaríamos las copas heladas de los árboles-montaña. Pocas letras tiene bosque. Gigantes apelotonados con cabeza de hielo, pechos de espectro, estómagos nevados y piernas de limbo perpetuo. Los recordaríamos al alcanzar el frío suelo del reino, tras derrumbarnos en la eternidad. Si la muerte no fuera la madrina de nuestro nacimiento nos levantaríamos como hombres, sobre dos piernas enfundadas en sendas botas carmesíes y un jubón radiante. En la noche nos despeñamos y ahora nos incorporamos.
Los caminos del reino ofrecen a los viajeros la primera atracción, porque bajo los macizos pies de los gigantes, bloques de cuarzo ahumado (utilizado para la creación de numerosos artilugios) han sido rellenados con luciérnagas, y las sendas nevadas se asemejan más a ríos de plata hirviente que a veredas polvorientas. A veces, una calesa iridiscente sobre añil nos ciega, y si alguna vez detuviera su paso una portezuela nos invitaría al inicio de un largo paseo. Inaguantable se nos antojaría el sube y baja de la travesía si no fuera por los acolchados sillones del barrilete, pero no nos engañemos, nuestro trasero se resentirá en pocas horas. En la ventanita a nuestro lado se dibuja el Bosque Durmiente, porque árboles modestos crecen entre las falanges tortuosas de los colosos; y si exigiéramos más a nuestros ojos distinguiríamos la Roja Floresta, de la que mucho se hablará. Deleitémonos ahora con cientos de glaucos ojos que penetran en nuestra pupila siniestra; son los hijos del hayedo, los insectos gregarios. Hojas palminervias grandes como catedrales rompen la voz queda de las Cavernas de Sierpe, en las que jóvenes enamorados se desfloran, prometen y apuñalan. Las oscuridades ya se convierten en leales compañeras, y nos derrotamos en el engranaje rodante con abotargada postura. Brochazos de luz manchan el paisaje y alertan.
Cuando alguien ve por vez primera la Ciudad Dormida olvida sus pesares. Y es curioso que esa sensación nunca perdure, a pesar del tiempo perezoso. Una rama es la techumbre angulosa sobre el Reino, y bajo ella, en una hondonada que fue agua crecen torres cinceladas en jade y ónice, y casitas de tejado pronunciado ascienden como setos colgantes hacia las rías despiertas de los viajes. Cansados están mis ojos para describir si la ciudad va o viene, acariciando o acuchillando los naturales cursos del terreno, y descuidado he sido al no preveniros sobre una rareza: los vehículos del Reino del Sueño no son arrastrados por animal alguno, sino por máquinas de ejes serrados, de rueda catalina y volante.
La torre más alejada del conjunto es espejo del cosmos, porque del azabache ha nacido y por obra de encantamiento ninguna luz refleja, siendo invisible hasta dos o tres callejuelas a su vera. Muchos pisos tiene, y salvo en uno, desiertos están sus corredores. Hablan el viento y el mudo acontecer de la ruina, por lo que se la nombra como Silencio. En la decimotercera habitación del séptimo nivel encontramos un lecho engalanado con púrpura y seda de corazón; en aparente desorden huyen escabeles de diversos tamaños y formas, y un espejo caprichoso acoge una mesita sin adornos con un gatito bostezando. Frente a nosotros el mundo abre las fauces como el Dragón de Oro. Los almohadones y las sábanas se estremecen.
Aplaco mi verborrea para escuchar a la Princesa del Silencio, azorada por una criatura naranja de anillas blancas. De sus labios no se desprende reproche, sino que despegándose los mechones de pizarra ensalivados de sus mejillas, abre los ojos y contiene una sonrisa. “Vaya, el gato pequeño se ha deslizado como un ratoncito desde la cámara del espejo”. “¿Cómo habría de ser si no?, ¿acaso la princesita del lecho caliente me ha prohibido visitar sus sueños?”.
Una joven desnuda de trenzado cabello y un tigrecillo con una curiosa nariz rosa hablan sin abrir sus bocas. La primera haría rechinar los dientes a cualquier entrometido, y el segundo nos provocaría la ternura más inofensiva. Enseguida comienza a peinarle salvajemente, y los miaus de dolor dejan entrever las perlas de leche de la princesita. Se levanta apartando al felino con descuido y envuelve sus senos pecosos en un fajín de algodón, oculta sus piernas turgentes en leotardos y homenajea sus caderas con una falda tejida con secreta aleación, en la Almena de los Alquimistas. Sin que podamos recuperarnos de su esplendor se adentra en el espejo y al cabo, vémosla festoneada con un traje bellamente ceñido y abultado de reflejos de ámbar. Su hermosura es tal que mejor que los patanes no sueñen con gozar de sus lindezas, porque ella se basta de placeres con sus doncellas, despreciando a los nobles (varones y mujeres) que la requieren de amores.
El tigrecito está enfadado. Lo sabe bien y está triste… pero qué más da, al fin. Ahora podría dedicarse a su actividad favorita, el nerviosismo. Así se pintorrea, tamizando contrastes y lucimientos, cansinos de describir. Dejémosla con sus quehaceres y sigamos. Hay muchos otros gatos con pijamita, pero ninguno a rayas como el de nariz de melocotón. En el suelo de baldosas fantásticas se puede acudir a numerosas historias, otra de las actividades favoritas de nuestra heroína. Con esmero, cualquiera que no se vuelva loco por la soledad podría habitar mil años en aquellas oreadas estancias de madera y mármol. Demos un paseo.
En la Habitación de las Pesadillas pasa sus mejores momentos, y es allí donde ordena al resto de sus gatos que duerman. Quizás la princesita sabe que aquí le rajaron el gaznate a la Condesa de Roble mientras tomaba té, y desde entonces quedó atrapada su alma en la jaula preciosa de arcos lobulados, soportando las burlas del gatito negro de su marido, el Conde Asesino. Y como venganza, la muerta atormenta el sueño de todos los bigotudos y recompensa las burlas con juventud. Ahora que lo pienso, quizá sea un cuento inventado para justificar su crueldad.
En el Largo Corredor habitan duendecillos. Miento. Son juguetes mecánicos que se burlan de los extraviados, y que se acurrucan en los tobillos de la princesita cuando les visita. Van de allá para acá en carromatos tirados por ratas esclavas y lagartos de los cedros, y su instrumento preferido es el xilófono. Se juntan en cuadrillas chillonas, que callan de súbito cuando la noble visitante comienza su recital. Creo que algunos de ellos lloran al final del tercer movimiento.
En el Salón del Recibimiento hay muchas alfombras. El polvo campa a sus anchas, y no miento al decir que sería una muerte horrorosa el atreverse a blandir un plumero. Aunque puede que tan sólo sea el miedo que provoca el desorden de los tejidos… en cualquier caso no se aconseja el sueño aquí. En el centro del Recibimiento hay un cilindro de una serpiente de diámetro, y salvo que es de oro macizo e infunde malestar, poco más podemos relatar, ya que no se conoce su origen y destino; además sería costoso sacarlo para mercadeo.
En los Laberintos del Olvido moran los murciélagos cejudos; y me crea la concurrencia o no, han asistido a todas las… ¡Qué pena! Encantador sería continuar, pero ya la princesita desciende apoyada en la balaustrada de madera de liquen, y es preciso prestarle toda nuestra atención. “¡Me marcho ahora! Cuida de que la simiente no quede embargada por el perfume de helecho”. El tigre de pijama a rayas hace una gazmoña sarcástica y añade: “Descuidad misiá, que no quede de mí más que modestia”.
Atravesando la Cámara de los Timbres recuerda haber olvidado algo importante, pero no se detiene. El frufrú de terciopelo tropieza con el atrio de la escalinata, y el gran ventanal de hierro forjado esboza la silueta piramidal del Brazo. Pende sobre sus hombros la clámide del guardarropa aceitunado y se ciñe el alfanje de nobleza. Cuenta los peldaños y cruza el último arco de lunazul.
Nuestras correrías y apuros han llegado a buen puerto. Ya la princesita se dirige soñolienta a recibir sus lecciones de nona y el gatito vigila el fruto del jardín de rubí. Ahora detengámonos. Se podría perorar mucho sobre la senectud y la sabiduría, y sólo de los rumores habría que fiarse. Son los Teólogos los más respetables e insignificantes hombres del Reino. Prestemos atención.
La Lección de Teología del Doctor Astartius
Había una casita como una tarta de cumpleaños, con techos de aguja y columnas salomónicas. Celosías de violeta cavernosa y lunanuevas alegres abrían los brazos a los aplicados discípulos de las familias nobles. La sinecura del Doctor Astartius tenía forma de Cátedra vitalicia. El venerable y anciano Teólogo daba largos paseos, subyugado por una túnica oscura y un capirote largo y puntiagudo como el tejado; con un respingo no tenía ideas y con un chasquido, eureka. Sus cejas comenzaron a aburrirse hace treinta años, dos meses y cuatro días, desparramándose sobre sus mejillas con desparpajo; y de los hoyuelos que eran sus ojos sólo se sabe que sostienen a las invasoras hirsutas. Esas mejillas que eran su mundo se daban la mano como buenas amigas, siempre que podían. Cuando alguien intentaba saludar al Doctor Astartius regresaba a casa negro de rabia, y no es que el viejo maestro fuera una mala persona, tan sólo era poco educado… era de esa clase de ilustrados que fingen ignorar los modales, considerándolos como formas inacabadas, irreflexivas e inútiles, como si fueran ya una carga que abandonaron en alguna cumbre metafísica.
Ya vemos a la princesita acercarse, sin ánimo por esquivar los charcos helados. Su falda está sucia y algunos jirones indecorosos asoman entre sus pies. A una distancia prudencial detiene la marcha y recompone el vestido como puede, lanzando un juramento poco femenino. Suspira mientras sube a la vía de las doncellas y comienza a andar con elegancia. Las cejas del Doctor Astartius la espiaban cruzadas de brazos, mientras su exhausta nariz reposaba sobre el labio superior.
Un lacayo enjuto anunció a la princesita, y ya el buen maestro trasteaba en su laboratorio. “Doctor Astartius, yo… Es que mi gato quiso quedarse con los pasteles del desayuno de rocío; ya sabe vuestra merced cómo me gustan esas zalamerías… Ya, ya sé que no despiertan el interés de su Excelencia; además no logro desembarazarme de ese rufián de Opploro, siempre tarareando la canción del fruto de la pasión…” El ceño del Doctor levantó las manos. “¡Basta!” Con un respingo tiró de su túnica rugosa, prisionera del zapatito de charol de la princesa, y encogiéndose de hombros se arrastró hacia la Sala Circular.
El suelo de la Sala Circular está tallado en una única pieza de ónice encerada. Para evitar las caídas es obligado colocarse las botas con hebilla convertible y los quevedos de cuarzo ahumado. Aclaremos el porqué de la sustancia y el origen y funcionamiento de ambos artilugios. Fue Ultro, el Constructor de Relojes del año astral CCCXXII, el que demostrara la relación del carácter sagrado de la ciencia teológica con el entorno mineral. En este primer principio descansarían las lecciones de Teología pragmática (tercera lección del manual ordinario del Doctor Accursus) y la posterior ciencia aplicada, la praxis ontológica, que en nuestra época pugna con gallardía por ser autónoma. Pero no nos desviemos de la cuestión. El caso es que nuestro esquema de pensamiento (alineamiento gnoseológico, según el Doctor Astartius), se rige por el entorno natural, es decir, que requiere de favores materiales para su conservación y pleno rendimiento. Con el fin de alcanzar las altas cumbres de la sapiencia es preciso mantenerse atento y convenientemente sugestionado. Y aquí es donde el ónice juega un papel fundamental, porque sus propiedades sugerentes, según la lección duodécima, cuarto epígrafe y párrafo tercero del manual adjunto del Doctor Papula son, en este orden: unir las ondas clocadas, exacerbar los celuloides cíclicos, preparar la masa órfica y por fin, incrementar la sensación de concentración inmediata. En cuanto a las botas, lamentablemente poco se puede ilustrar, ya que los libros de anotaciones conceptuales fueron quemados durante el Sitio de las Libélulas, del que hablaremos en su momento; aun así, de entre sus propiedades pueden adivinarse con facilidad las siguientes: mantener al sujeto erguido y ligeramente incómodo, evitar resbalones, restañar el mareo causado por la lectura del Manual Definitivo del Doctor Magister I y provocar la hipnosis regresiva en el decimoquinto año de estudios deificantes. De los quevedos se podría hablar largo y tendido, pero preferibles son brevedad y claridad en tales cuestiones. Transcribamos el tercer párrafo, lección quinta, del primer manual de praxis ontológica, cuyo coordinador más notable es el no pocas veces loado Nátrix, el actual Primer Alquimista del Reino: “…la montura de aleación está compuesta por mineral arbóreo lunazul y plata del Estanque Dormido, los trocitos de cuarzo son ahumados para conseguir el mayor rendimiento posible bajo el Crepúsculo de Primavera, y sus logros reposan en la opacidad vidente de la Conjunción”.
Aclaradas estas cuestiones, se dibuja ante nosotros una rara afirmación de sabiduría. El maestro Teólogo está ya situado en el centro de la Sala desnuda y la princesita trata de encontrar la mejor posición; las lucecillas de la bóveda tartera siempre deslumbraron a los estudiantes de primer curso. Van y vienen los círculos, titilando en molestia creciente. El Doctor Astartius carraspea, acomodándose los quevedos con estudiada lentitud y haciendo confraternizar a sus mejillas sonrojadas por acaloramiento. “Decidme Princesa, ¿en qué punto culmina el Brazo Benefactor?… ¿No lo sabéis?”. La ceja diestra comienza a temblar, preludio de tormenta un poco más abajo. “No os distraigáis mirando a través del cuarzo… ¡Dejaos de menudencias!”. La impresión del grito convulsiona a nuestra princesita, cayéndosele el artilugio. “Mis disculpas Ilustrado Astartius, recreaba en fantasías la Creación perfecta del Brazo iluminador, mientras el Gigante Scrutorius, Bendito Sea, lo levantaba para amenazar al Gigante Oscuro Recoquo”. La mejilla siniestra entró en erupción y prosiguió el coro de nariz y labios. “Ya que fantaseáis con atino sobre las Verdades de nuestro Benefactor, es hora de que os recite la Lección Primera de vuestro Pergamino… ¿Qué? ¡La habéis olvidado! ¡¡Nada de excusas gatunas!!”
Y es que en verdad el sueño tardío provoca amnesia en la princesita. El Doctor Astartius se abstiene de maldiciones impropias del lugar y relaja sus facciones; nuestra heroína olvidadiza recoge sus quevedos, y con aire tristón juguetea con uno de sus tirabuzones. Así comienza la Lección, correspondiente al Bloque de la Verdad, Lección Primera, cuyo título completo en letras libélulas reza: DEL BRAZO SAGRADO QUE CVBRE EL REINO DORMIDO DE ESTE A OESTE, y debajo aclara: LÉASE ESTA LECCIÓN CON PROFVNDA CONCENTRACIÓN Y SOSIEGO. El capirote del Doctor aparenta ignorar a la discípula mustia, ladeándose espasmódicamente.
“Santifícanos al relatar, Cielo de los Dioses y Gigantes de Piedra
Ubérrimos fueron los campos blancos de Eternidad y Muralla sombría
¡Encinta Noche!, gritaron las Luces ante el Gran Duelo que decidió Palabra
EÑE
Oprime el estruendo de Scrutorius Bendito, y detener al Gigante Recoquo podría”
“Maestro… ¿Qué ocurre con la eñe?, ¿no hay verso malsonante para ella?”, inquirió la Princesa. El capirote se enervó un instante tras el pergamino y continuó:
“Palabra es nudo primario. Cuando el Gigante que sostiene el Cielo grita de Dolor, nos llueve hielo, y según el insigne Magister III es a causa de un extranjero. Su brazo cruzará nuestros corazones, porque es Eternidad la que nos bendice con su manto de Noche. Argénteo es el estandarte de los Durmientes del Reino. Y ahora vayamos con el Cuarto Verso. Para el excelentísimo Papula, la EÑE cierra el Sexto Círculo con la Serpiente Sagrada”.
La princesita comenzó a sentir un ligero cosquilleo en la punta de su nariz. “Maestro, es preciso preguntar si el Brazo amenaza o protege al Reino Dormido”. Los adormilados pelillos sobre las mejillas se levantaron del letargo. “Vaya, vaya… Vuestros conocimientos devienen de la intuición todopoderosa, no hay duda; la cuestión de la que me habláis tiene su ubicación en la Lección vigésima tercera, cuyo título reza… Mmmm, así: DE LAS DIVERSAS TEORÍAS QUE INTENTAN REFVTAR EL DOGMA DE LA PROTECCIÓN. Pero no adelantemos. Os juro que para la Conjunción Otoñal de la próxima Luna resolveré vuestras dudas”. El Doctor Astartius sonreía, y por un momento pareciera que el hoyuelo izquierdo fue verde iris.
Una historia del futuro
Érase un Príncipe sanguinario nacido en los Infiernos. Si otro cuento comenzara, así fuera, pero me temo que por una vez dos historias que nunca debieron ir juntas, en el orbe se amarán. Deshagámonos del jubón estrellado y andemos desnudos sobre la tierra seca. Ahora tornemos nuestro aterido cuerpo en buitre carroñero, y volemos.
Más allá del Lago, contra el viento del Este que nos precipitó hacia la Muralla, hubo un Grotestado unido. Contemplemos ya los cielos azules, sobre algodón de dioses. Por un momento el ansia agita nuestro pico corvo, y descendemos buscando el oro de las bestias. Carne y más carne, cuerdas gelatinosas y calidez de muerte. Nos quedaremos ciegos en el viento. Descendamos.
Las llanuras desérticas se extienden bajo nuestros garfios, y la escoba dentada del Destino siembra de destellos la aridez. La turba se dispone para la lid. El Antiguo Ejército juega a los dados con su incierto futuro, y los salvajes del Príncipe Zacyntho afilan sus dagas oblongas. Posémonos en la rama de un árbol muerto.
Zacyntho no era el nombre que le dio su madre. Bajo la corrupción de los hombres nació una fiera, en la Estepa Milenaria. No dejo de contemplar su rostro, y entre todas las cabezas ¡raudas! el suyo es el más hermoso. Conocer al joven Príncipe sin prestar atención a sus cabellos no podría, porque en ellos el Sol creó Reflejo. Sujetos están sus numerosos mechones por telas de araña-reina, descendiendo como una cascada hasta la empuñadura. Sus ojos rasgados huían del ceño y una pequeña nariz dictaba sus mejillas cóncavas. Sus labios de doncella sólo cantaban muerte. Tensión había en sus extremidades, y extrañamente tristes y firmes eran sus gestos. Un vasto pliego de corazón de rubí recorría la espalda, enroscándose en antebrazos de metal dorado. Portaba un único puñal de marfil y un venablo de acero.
Los húsares del Principado iban desnudos a la batalla, sosteniendo guadañas de secreta factura en la diestra y dagas de oro en la siniestra. Una única voz se escuchaba en sus entrañas y jamás el enemigo conoció los quiebros de su avance. Formaban en dos líneas delgadas, semejantes a un espejismo obsceno y palpitante en la lejanía. Más cerca del enemigo, a ambos flancos, toros rascaban el suelo polvoriento con sus pezuñas y chillaban los jinetes como niños pasados a cuchillo. En la retaguardia y escapando a los ojos yacían las tropas de élite, dormidas sobre la arena.
Del otro lado, las huestes imperiales formaban en tres columnas, dos guardaban los flancos y el grueso siempre adelante. Jubón de púrpura, faldones de terciopelo de mar, capuz flotante y cota de láminas de plata. Al cinto, tres pistolas escupetralla y una espada. Las filas avanzaban sin dirección, pero jamás desobedecían. Atacaba la caballería como enjambre de abejas y ave de rapiña.
Dos figuras montadas en sendos caballos blancos miran al horizonte, sobre penachos y blasones.
—Huracanes… Destripados los honderos, corazones de arquero pisados en cieno pestilente, falanges pisoteadas, acuchilladas; sus mujeres desolladas y sus hijas forzadas a la concupiscencia. Tigres y leonas de guerra con cráneos abiertos, aves de infiernillo y cazadores y jinetes. Barridos todos por hombres desnudos y perezosos—. Era Diffindo del Dédalo Oriental un héroe de garganta atronadora y bigotes grisáceos y bailarines. Sus labios eran ventosas de monstruo marino y carecía de cuello; desde su pecho de acero caía una coraza de cuero quemado, y vuelos de lino rebosaban sobre sus pantorrillas acristaladas. Jamás salvaje alguno le desarmó sin probar su filo de amatista.
—Huracanes de la Estepa. No les juzguéis por la apariencia. He de reconocer mis temores. Aunque sus cuerpos no estén recubiertos de metal, mineral o piel, algo que no es de este mundo alimenta su vitalidad —. Túrifer, Maestro de Poliorcética de los Mares Occidentales, tenía miedo por segunda vez. Probó el sabor amargo de los valientes siendo un muchacho empuñado por lanza; durante la primera carga cayó de bruces a los pies de un Pájaro de las Simientes, que le pisoteó la cabeza hasta dejarle tuerto. No olvidaría aquel torrente acre eructando y el chapoteo. Y aquí le vemos, compareciendo junto a Diffindo boquiabierto. — ¡Túrifer el Temible amodorrado por miembros colgantes y toros locos!
Un manto y un hombre con sombrero azul estrafalarios hacen una profunda reverencia. Los dos héroes esbozan una sonrisa sin alegría. —Ceñíos esa sábana y deshaceos del paraguas que da sombra a vuestra frente si deseáis batiros. Vayan por delante mis obligaciones—. Un ligero ademán de hombros despide a Diffindo el carnicero, que por un instante clava sus ojos en Túrifer, el cadáver.
—Syro… ¿Cuáles son las nuevas agoreras?
—Lo he visto en las estrellas. Caeréis pronto y con dolor.
Antes de que sangre se vierta los hombres sienten una comunión espesa, a veces incómoda. El sudor siempre es frío y el Sol no es el mismo; la brisa que antaño fuera ligera ahora enturbia las luces del mediodía y el suelo se desvanece, haciendo del arnés una montaña de escombros. Las lanzas que desde la lejanía son muralla, tiemblan en las manos enguantadas de viejos y niños laminados, prestos a la muerte y casi llorando por un pánico invisible.
Los Abanderados Androgeos y Andros eran hermanos de armas y pensamiento. Juntos cañonearon a ciento veinticuatro navíos y una playa durante las antiguas Guerras Lacustres, improvisando la Sinfonía del Trueno de Frúguifer. Portaban el Escudo de Mando de las Columnas Segunda y Tercera, y guardaban lealtad a Diffindo de Oriente.
—La Balanza no nos doblegará en este día; cinco imperiales contra un salvaje desnudo en cada embate. Nuestra victoria será celebrada más allá de la Bruma—. Androgeos se ajustaba la cimera enjoyada con parsimonia.
—Y mi corazón palpita en retirada; ya veo los dientes de la serpiente babeando ponzoña—. Las miradas se cruzaron al paso del Anunciamiento, y una velocidad equina puso en alerta a las filas de los muertos. Escuchábanse ya los trombones y tambores de los valientes. El Maestro de Poliorcética acudió al frente de la Primera Columna y habló con los Capitanes. Los Trovadores de Ruinas entonaron la letanía amarga.
—Melodía de flautas dirige a nuestros puñales.
Se dio instrucciones a los Maestros de Campo. La Columna Central comenzó la marcha con glorioso espectáculo y las cabalgaduras tensaron los arcos de resina. Cuando menos se esperaba sobrevino el desastre.
¡Batalla! Derrámase la sangre de las bestias con zarzas venenosas. Estampida. El toro estepario no mengua su fiereza tras el primer embate. Truena Diffindo y el Capitán de Vanguardia despliega el Estandarte de Sierpe. Flechas de caballería silban, alcanzando a los primeros salvajes… Aúlla la niebla de arena con viento y ataca vientres la erupción de lanzas. Ordenan marcha rápida… Salvajes y dementes se acuchillan y las bestias aplastan equinos y corazas. El Abanderado de Caballería toca retirada mientras se apresuran las columnas; el despliegue bárbaro hace estremecer a los Capitanes de Vanguardia y desenvainan los hermanos. — ¡Forman en cuña, atentos!—. Señal de Prudencia en alto… Astillas y lienzos y entrañas y ningún salvaje entre los muertos. Diffindo galopa al costado del Maestro. —Túrifer, ¿qué ocurre?, en quietud no cargan los demonios, ¿no cornean sobre los restos al flanco descubierto?—. Buscan el alimento del fuego. Caen las lanzas de costado diestro, desprendiéndose la Columna de Poniente… — ¡Acero y carga!—. La punta de lanza hiere al muro de húsares y callan las flautas. Embotadas las dagas, destellan guadañas y rebanadas quedan las primeras gargantas.
Mucho tiempo después se cantó a las cabezas recogidas de los primeros visitantes. Se relataba al calor de chimeneas que un húsar muerto de la Columna de Androgeos atravesó el campo de batalla a trozos. Una mano antes de un brazo, un ojo y una pierna y finalmente la cabeza, y según Récano el Hechicero, agarró tiempo para el último juramento desde su mitad en el suelo. Los ejércitos imperiales quedaron mermados en tres soplidos. El Maestro de Poliorcética tuvo la maldición de predecir el desastre y se afanó en no pisar el hoyo, y aun así los salvajes segaron las láminas de plata con el oro curvado; azuzados no detuvieron el paso aunque cientos de arremetidas sufrieron sin recompensa de muerte. Las bestias y sus jinetes atacaron la Capitanía de Retaguardia, astillando lanzas de carga, y buena parte dejaron sus cuernos rojos al Sol. El pánico se adueñó de las filas mermadas cuando pocos cadáveres enemigos se contaban. No había magia que hiciera detener el acero ante la desnudez, y las brechas abiertas en la carne no correspondían a golpes de metal. Fue Balbus, quinto húsar imperial del Tercio Segundo y de las Fronteras Brumosas, quien mancilló su honor gritando. —Son inmortales… ¡Atrás!… ¡No pueden ser acuchillados ni cortados sus prepucios!—. Aunque diversas teorías se defienden creo que radica aquí el comienzo de la derrota. Las filas tiernas que aguardaban la muerte de los veteranos, tiraron sus lanzas y corrieron, y hubiera reinado Caos si por tres acontecimientos no fuera.
Primer Acontecimiento. La extraña desaparición de los Pavos Reales
Estrellas en reciente ebullición titilaban sobre el Reino del Sueño. Llegaban calesas desde las Cavernas de Sierpe con amantes, y se engalanaban las Escalinatas Nupciales con flores rojas y oro de familias nobles. En el Palacio Colgante se encontraba Ultro, el huraño Constructor de Relojes del Soberano; murmuraban los sirvientes que habíanle visto contar los baldosines y las plaquitas de mármol del Salón Sin Eco, y con su índice izquierdo rascando los rincones. De semejantes cuchicheos se guardaba nuestro sabio incomprendido, y pocas veces se dejaba manosear abstraído durante las celebraciones de Derretimiento.
Libros y pergaminos rememoran el Reloj Astronómico de Ultro el Grande. En sótanos otrora destinados a las orgías y brujerías del Rey-Sabio Magister II, eran sitos sus talleres y aposentos. Quince Conjunciones más tarde, algunos locos de la Torre Lejana se unirían para curar sus obsesiones; mientras no ocurra, entremos en la primera Sala. Creo que no hay mente humana (salvo la de Tycha el Infeliz) capaz de memorizar el número de cachivaches, colocados de cualquier manera en sillas móviles, mesas plegables de aleación, estanterías en flor y banquetas traviesas. El utillaje esparcido sonaba como su aspecto. Cilindros, limas, us, íes, pinzas, ges, aracnas, vuelaltos, pinchos, tenazas de tic tac y roscas de violeta… ¿Qué más da? Sigamos. La segunda estancia tenía utilidad, y eso es todo lo que de ella diremos… por el momento.
La tercera estancia acogía los sonidos y formas más hermosos del Reino. Cómo describir seis niveles de madera de hormiga, albergando cientos de miles de relojes que sólo compartían el nombre. Algunos estaban desnudos y funcionaban con pesos de acero, donde ruedas serradas de lapislázuli hacían girar un péndulo en forma de hoja. Otros eran de marfil y plata, tallados como doncella hermosa (se cuenta que los ensambló el Constructor de Relojes del año astral CXI para poder seguir besando a su esposa muerta); unos pocos hacían girar clavijas y daban las mejores horas para tomar té y acurrucarse en el sofá. Hubo relojes-gárgola que se comían a los gatos en celo (desechados por injustos en un Decreto de Quantusvis XXXIII), y que ahora servían de fuente a la entrada de la Plaza Solitaria (aquí hay dos o tres al fondo del tercer nivel). Los relojes de cucú vomitaban pájaros oscuros y demás fauna exótica, haciendo de la melodía tradicional algo arcaico, con lo que el quinto nivel más se parecía una selva remota que a un escaparate. Revolucionarios fueron los relojes con cuerda de tripa de aleación y barrilete de oro, rodados por la fuerza de muelle de impulsos helados que inventara Glomus el Gordo, sobre antiguos escritos de los Hormigueros Siniestros, y de ellos devino, como ya conocemos, la tecnología cilíndrica autómata que sustituyó a los escarabajos barbudos en la tracción de los carromatos. A pesar de ello, aun en tiempos de la Princesita Regente eran usuales las calesas arrastradas por insectos gregarios, como las polillas domesticadas (sólo criadas por las familias de mayor prestigio y peculio), o las hormigas sedadas (demasiado peligrosas si se enfadaban, y a las que se le daba un uso clandestino en carreras entre jovenzuelos, perseguidas por Decreto de Secquax V). Lo sorprendente llegaba tarde a nuestros sentidos, ¡y es que toda la maquinaria palpitaba como un único corazón!
Sin recuperarnos hemos de salvar la Sala de los Pozos Helados, donde se aclimataba el combustible secreto. Grandes chimeneas sin fondo se elevaban varias serpientes sobre nuestras cabezas. Eran de ónice y su único adorno consistía en una pequeña placa con el nombre del arquitecto y su epitafio, porque allí eran colocadas sus cenizas entre alabanzas y ditirambos. Un año astral después de encontrar a Glomus envenenado por su propio mono-autómata, se construyó la primera y la más grandiosa, de la mano de Dyctinna Sabelotodo, la Primera Alquimista; si nos colocásemos enfrente del portento y alzáramos la vista se nos antojaría el dedo de Scrutorius Bendito. Y reza la placa:
Jamás entre los hombres hubo tamaña aseveración de potencia. Las generaciones venideras recordarán lo tiesa que fue en vida y lo humilde en el ceniciento final. Año astral de CCXXI. Bendíganos Su Guardián, Rey Magister I.
Y ya descienden los aprendices desde la Escalinata del Tiempo, antesala de nuestro destino. Diríase que sus vaivenes y carcajadas son los de borrachos tabernarios. Eran Hieronimus y Gemitus los aventajados del Reino. El primero nos resultaría familiar si no fuera por su cabello cano, y el segundo es una capucha sobre sábana paupérrima y pestilente. Hieronimus es mudo y Gemitus torpe, y sin embargo sus virtudes y conocimientos no conocen igual entre los hombres. “Hieronimus, querido… No rías… ¿Conoces cuáles son los usos horarios en Tristitia? ¡Que no sea tac!”. ¡Qué descuidado he sido! Otra historia casi adelanto sin pretenderlo.
Tras una puerta tachonada de lunazul y cincelada en la roca de miel más grandiosa que pudo hallarse, está la maravilla del Reino. En sombras recorreríamos a lo largo de la pared de ladrillo cuatro esferas lunares, bajo el extraño cielo ardiendo. Si presionáramos la palanca de cuarzo ahumado, nuestros ojos andarían hacia atrás y los colores sobre la Constelación dominaríamos… Vemos cómo dos siluetas espectrales se esconden tras un pilar iridiscente, y enseguida aparece Ultro el Egregio, golpeando la puerta con fiereza y derribando algunos artefactos de un aparador cercano. Escuchemos.
“¡Sólo me quedas tú amadísima!… Esas moscas de la ciénaga no comprenden cuáles son mis verdaderos poderes. El dolor consigue que olvide todas aquellas cosas por las que planifiqué tu silueta con verdadera pasión, y sólo a cambio de desprecio y chanza he logrado mi victoria. Acabaré con todo y viajaré entre el cerca y después y el antes y lejos. Más allá, donde sobre payasos rijan los destinos de los sabios, ¡y que se carcajeen los ignorantes con estúpida osadía!… Me convertiré en miles de veces soberano bajo las estrellas y rendirán a mis pies los esclavos”. Cae al suelo y se enjuga las lágrimas. Repentinamente clava la mirada en la profundidad y se arrastra hacia la palanca. De un umbrío rincón dibuja el tiempo un cuerpo desnudo de mujer a contraluz, que daga en mano apuñala al Constructor de Relojes setenta y cuatro veces (treinta en el rostro, veinte en el corazón y veinticuatro en la entrepierna). La hermosa muerte levanta la mirada a esas esferas de lunanieve.
Hay en el exterior una gran fiesta iluminada, derramándose en la Escalinata Interminable desde los torreones de entrada al Palacio Colgante. Las Mariposas-Reina son la atracción principal, espoleadas por los Aviadores; giros y cabriolas aéreas rocían de polvo de oro y pétalo a la concurrencia. Iban las novias y las damas del Reino vestidas sólo con un lienzo de corazón de jade que no ocultaba siquiera sus senos, y los caballeros y novios cubrían con un pétalo de rosa de cielo sus vergüenzas. Adelantábanse los amantes desde sus risueños padres y en el centro de su escalón correspondiente se juran amor hasta el Deshielo Final, descendiendo a su lecho nupcial entre vítores y felicitaciones. Aparece el Rey en lo alto de la Torre de Bienvenida y dibujando una sonrisa abre la Puerta del Homenaje entre el clamor popular. Cuando los Pavos Reales comienzan el descenso, callan los pensamientos. Silencio.
Aquí debió acontecer el final de la Casa Magister y la extinción del Pavo Real… El cielo estalló en mil pedazos ante el asombro de los presentes, y muchos bendijeron a Eternidad por su regalo de belleza; pero cuando cientos de cristales de luz atravesaron los gráciles cuerpos de los recién casados y sus familias, y un titán oscuro descendió desmembrando la Torre del Homenaje del Palacio, supieron que el Gigante Scrutorius había vomitado, golpeando con su terrible Brazo al Reino del Sueño. Los Pavos Reales lloraron y emprendieron el torpe ascenso en el estruendo, pereciendo la mayoría.
Bajaron dando saltos Hieronimus, Gemitus y un gato en un carromato mecánico de péndulo, secuestrando de la desaparición a quince aves histéricas. Momentos después la palanca de cuarzo ahumado, en los Sótanos del Palacio Colgante, accionará el funcionamiento del Reloj-Torre. Y 12, 11, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4… 2, 1. Tic. Infinitud.
Segundo Acontecimiento. El Sitio de las Libélulas
Era Vultus una careta deforme de la limpieza. Pústulas le crecían desde la oreja izquierda al mentón saliente, y durante las estaciones más frías de Noche supuraban mejunjes amargos, que utilizaba mezclados con los dientes de las Víboras para tallar al Tótem. Los ojos grises eran soberanos del resto de su cuerpo, y si alguien deseaba conocer cuáles eran sus intenciones mejor era mutilarle en pensamiento. Carecía de cabello debido a un gran grabado de la innombrable y era bruno como los Pozos Infaustos. No llevaba metales para defenderse de los mortales, porque eran otras sus potestades. La larga conversación cercenada sólo alberga pleno sentido para los amantes. Prestemos atención.
Tras la roja floresta habitaba el Pueblo Xilófago. Eran de color negro como el carbón, y carecían completamente de cabello salvo por un único mechón lechoso que nacía de su cráneo; sus ojos eran vidriosos y claros, y sus labios habían conocido el fin hacían generaciones. Eran de baja estatura y vestían pliegos de helecho, aderezados con flores secas. Habitaban en atalayas y cuevas altas, por lo que fueron pocos los que de ellos hablaron. En la Ciénaga habitaba el Nigromante, enemigo e inquisidor de todos ellos.
La bruma envuelve horizontes inciertos y los que de suerte aventuran sus botas, tragados quedan por las arenas movedizas. El sueño está proscrito y la vigilia es locura para los débiles. Sólo dos criaturas lograrán alcanzar a Vultus el Nigromante, tras cortar los cuellos de tres reinas y diez esclavos… Una vez que la escalera colgante alcanza el Reino de los Espectros hacen bien los héroes en rezar, pero una vez en el interior del alcázar babeante no hay marcha atrás. Y sin más preámbulos tiene lugar la conversación entre el repulsivo anfitrión y su príncipe. En el estertor hemos aterrizado.
—Sé cuáles son tus propósitos, extranjero.
—Creí haber allanado el camino… Ahora no comenzaré por edificarlo todo—. La correosa criatura blanca oprime el fajín, y un filo líquido apoya su visión. La molicie negra contesta con un ademán despacioso.
—Por el momento abatido está mi cuerpo, pero vendrán y tendrás muerte, aunque tu oscuro propósito consigas.
—Basta de cháchara. Tengo ya lo que quiero, ahora ordénales que suelten a las Libélulas.
—No logro desentrañar el futuro en la médula de Eternidad… ¿Acaso juegan los espíritus con mi puño recio? No lo creo. Sabes que las hijas del Pozo Noveno no pueden ser laceradas por las armas de los Durmientes… ¿Por qué deseas acabar con todos? Permite al menos que se cumpla mi designio y reina a mi lado en el silencio y la vocecilla—. Huyen los ojos salvajes y juguetea una sonrisa en el invasor. “Miaaau”.
—No hay designio por encima de mi brazo benefactor. Yo soy tu falta de existencia mañana. Obedece o muere lo mismo.
—Pido que parlamentes. Es lo único que puedo prever que acatará tu locura. Aun así no te he visto llegar. Sé que has hecho sangrar a mis insectos y rajado a mis esclavos, y que tu miembro y metal son oscuros y malvados. Has desconcertado mi voluntad y conoces cuáles son mis movimientos… No creas que ignoro las facultades de ese pequeño esqueleto peludo—. “Miaaaaaaau”.
—He aprendido a ver atravesando.
—Eso no puede ser.
—Sabes que de mis labios no gotea la mentira.
—Si es cierto, conoces cuál es tu destino.
—Desapareceré en tu muerte. Eres demasiado estúpido para comprenderlo—. La molicie acrecienta la mirada y derrama una lágrima.
—Haces daño a mi sentido… No sudes por humillar mis poderes… Debes de ser un dios, y eso sé que es imposible… Dame razones.
—Obedece.
—Jamás. Sé que morirás. Lo he visto… No veo después.
— ¿Acaso tu magnificencia ha resbalado en mi presencia imprevista? Sé qué te preocupa. Seguirás gobernando tu rincón—. El mentón insolente tiembla de rabia y llora su cumbre. Hay una convulsión y se tiñen las celosías de sangre.
—Ya llegan. Desaparece… “dios todopoderoso”—. El extranjero blanco descubre su carga macabra.
— A través de mí se cruzan, cruzaban, cruzarán los Canales.
Quiso ser el Rey Secquax I un glorioso combatiente, y en verdad jamás debió de serlo. El carácter de los hombres se deteriora cuando próxima está la vejez y no se ven cumplidos los anhelos; la cumbre blanquea, desertan las fuerzas, y cada año la inquietud envenena antes. Solitarios quedan los corredores y el Salón Sin Eco vocifera tentación y derramamiento. Andaba ya clareando Hielo cuando sus cabellos se rindieron a la época, encima de su concubina más joven. “… ¿Qué os ocurre Soberano… ¿Acaso no he sido bien adiestrada en el labioseco?” En verdad era una estupidez recusar, y los pasatiempos frívolos disgustaban de sobremanera a Secquax el Severo, que dio una bofetada a la chiquilla y salió al pasillo sin advertir su oprobio. “Ahora… Ahora”, repitió desde la Torre del Homenaje aún en pie hasta la Balconada del Recibimiento. Chispeaban ya los últimos nexos astrales y el Rey debió de estrellar su cráneo contra la Condesa de Marchitado, dejando viudo al Conde Perpoto el Libertino, que se mataría de amor al cabo de tres días. Y no fue así.
“Ahora será… Estúpido destino”. Sobre añil se cuecen las ramas y comienza el primer y último incendio en la Ciudad Durmiente. Zumbido y batir de horror. Los Historiadores Reales denominaron “Sitio de las Libélulas del Año Astral XI” al acontecimiento.
Pocos comprenden cómo el corazón del hombre más débil cambia cuando la luz del momento apremia. Como si de un león dormido se tratase, resucitan cuando la adversidad corroe. Cambia el Destino. “¡A las Armas! ¡Consejo de Guerra!”. La Corte bullía y disponíanse las Cohortes Soñadoras para la Primera Batalla. Corazas de plata aligeradas quedaban por orden del Rey, apareciendo como el ser más esplendoroso sobre el orbe bajo su corona tallada en una única Joya de Sangre, y eclipsando sus piezas bruñidas y los vestidos ondulantes de seda en flor, que se conocerían desde entonces como “corazones de rubí”. Montado iba en Inurgeo la Mariposa, atemorizando a las tropas más que los monstruos alados que desmembraban a la población. Al mando de los jinetes iba la Princesa Misteriosa, movilizando al resto hacia las Torres más altas, para defender los Palacios y las vías colgantes.
Describir a las Libélulas invasoras no es tarea digna de narrador. Alas membranosas triplicaban el tamaño de sus cuerpos curvos y repugnantes, que desligaban una testa y un aguijón, asemejando abrir ventosas y bocas babosas. Mordían y azotaban a los aterrados transeúntes por igual y no atendían a piedades. Cuando ya la soldadesca saltaba cuchillo en mano desde las almenas, el príncipe murió y quiso la princesa abandonar este tiempo y lugar, dejando a los escarabajos diezmados frente a las Puertas de la Plaza. Amenazando con lanzas y saeteros descendió Secquax I sobre el enjambre maldito, hiriendo a trece de ellas. Lo cierto es que la muerte le sobrevino frente a la Torre del Silencio, cuando una esquirla de madera penetró en sus ojos; pero mejor sería corresponder a las leyendas y hablar de laurel bajo su espada, para ceder años después en el lecho.
Conozcamos que el mester relojero libró al Reino del Sueño de su final. La mitad de la población en armas y el ejército al completo dejaron de existir cuando la nube infernal se evaporó, abandonando sin aliento a los escribas de la Torre Lejana y sembrando de cadáveres plazas y puentes.
Tercer Acontecimiento. La milagrera instrucción de carnicería
Años después se compondrían numerosas saletas palaciegas (poemas de cinco a siete versos seseantes con símbolo grial), durante la reconstrucción del Laberinto. Fue Récano el principal compilador de los Poemarios de la Bruma, que tanta aceptación tendrían entre los comerciantes tragaliteratura. Pero otra historia será que no anticiparemos; bástense con una muestra los impacientes.
Sienten sables, saborean saetas
Silentes serpean suaves salvias
Sed de sedas ensangrentadas
Suaves y silentes y serradas
Secuestrando serpentarios
Simientes de Señores
Solos y siameses
Despejaban los muros de lanzas y polvo. Bramidos salvajes y negrura de carne rodando y cortando. Diffindo levanta los brazos y empuja a los bárbaros con amatista en ristre. Arremeten los fieros, acuchillando a los que huyen y pisoteando y aislando bestiales y toros. — ¡Acero y carga!—. Terminando van las batidas y reciente estuvo de la escapada Túrifer. Hablan hierros y trozos de marfil y madera. Agoniza lanzado Androgeos, y Andros termina su cruzada arremetiendo sobre errores de la Capitanía de Vanguardia. Todos vertiendo, dispersan las órdenes y mancillan los Estandartes. Tuvo el final que acaecer y poco resultaría ya del esplendor del Emperador de Doble Voz. Se abatió la conquista sobre las landas.
Fue Diffindo el Invencible derribado y herido muchas veces. Una sagita se clavó justo en su corazón de cuero y empapado estaba de sus entrañas. A causa de su ruina hubo de comenzar la victoria del fin, porque frente a una hilera de desnudos se desplomó, y quitándose el guantelete dio quince puñetazos en el polvo y un cabezazo a un pedrusco, brutalidad tal que reventó tres de sus dientes. Agarrando a uno de los escasos enemigos caídos decidió la venganza mezquina de un loco. El primer corte fue suave, dirigido al hígado y no pudo penetrar, el segundo trató de rajar el vientre y sólo se estremeció el cadáver, el tercero fue rabia y bebió sangre la amatista. El cuarto fue cielo de carniceros, separando la cabeza del tronco. Veamos cómo lo logró. La hoja se guiaba suave, acariciando una piel que no podía ser deslizadiza, justo en el pecho dio un brinco (¿una abolladura?), en el cuello cayó y brotó la sangre; más presión y corte preciso. — ¡He aquí la inmortalidad!—, acertó a decir, antes de que una lluvia de piedras y golpes le abatiera… Cuando se incorporó las dagas no le prestaban atención, y lanzó su último embate furioso. A diestro y siniestro repartió caridad, haciendo clarear la preciosa empuñadura sobre cuatro cabezas afeitadas; cuando ya era la quinta rodando ensartaron su espalda. Pero aún no pisó las puertas del Abismo.
Desde la rama muerta los buitres poco atisban en la marabunta, pero juraron los vivos que no hubo rincón del que salieran. Y es que las miradas de los salvajes del Príncipe Zacyntho se desviaron e hincaron sus rodillas. ¡Milagro! Fueron las únicas criaturas a las que rindieron culto con miedo, y contaban sus leyendas que aparecerían sobre la Estepa durante el Juicio Último. Y es que Pavos Reales enseñoreaban ya entre los muertos, apartando de la batalla a los Huracanes.
Las Columnas de húsares del Grotestado quebrado advirtieron su inútil huída. Túrifer mandó estupefacto a que recogieran a Diffindo malherido y aprovechó para sajar a los desertores, mientras los Maestros de Campo y los Capitanes con vida reorganizaban las líneas.
— ¿Por qué no siguen arremetiendo?, ¿qué hacen esos animales emplumados de ojos aquí? ¿Embestirán con ellos?— Syro se apresura recogiendo sus trapos y se acerca al Maestro de Poliorcética.
— Maestro, son Pavos Reales. Inofensivas y bellas aves. Y sagradas para los bárbaros.
— ¿De dónde han salido?
— Se diría que del sueño, porque nunca se conocieron en nuestros Reinos, y sólo en los pliegos más antiguos hay registro de su aspecto.
El héroe trinchado se levanta, desasiendo cuero y metal y apoyando sus postreros movimientos en el filo de amatista. — ¡Túrifer!
—Diffindo de Oriente… Este ha sido vuestro lance más honroso, y el menos certero. Descansad. Planeamos la retirada a las Ruinas.
— ¡Jamás! Desconozco el camino.
— No seáis necio, yace en quimeras casi el ecuador del ánimo, y nuestras armas terrenales no plantan cara a los inmortales de la Estepa.
— ¿Inmortales? Túrifer Temible… Portan armaduras invisibles.
El Príncipe arengaba a las tropas, envuelto en la demencia. Bajo el Sol menguante acuchillaba a los arrodillados, y muchos se levantaron contra él cuando rompió el cuello del más excelso de los ejemplares reales. La revuelta fue sofocada por los lugartenientes y la horda reanudó la marcha tímidamente. Se desplegaron de súbito los Estandartes de carga entre los imperiales y Zacyntho temió lo peor. — ¡Columna de Nube!—. Al unísono las desengañadas huestes se dispersaron. Cuando iban a embestir las lanzas a la carrera sucedió el segundo y espeluznante portento.
Vomitando el cielo se trocó plomizo. De las luces bajaron como estremecimiento de los Dioses, las impías formas batientes. El zumbido enmudeció al hervidero y nuestros congéneres paladearon el festín de la carne muerta. Porque sobre las cabezas de los hombres rugieron las alas de Libélulas infernales.
Estaba un gatito naranja contemplando una de las Lunas Frías. “¿Podría pasear en ella si utilizara la Mariposa de la Simiente?” Conocía, a pesar de sus ideas alocadas, las órdenes de la princesita. Cuidar de la simiente hasta que despertara y no dejar que escapase su fruto. Al fin, ¿quién iba a pensar que ella estaba en lo cierto? Empecemos desde el principio.
Ya se fue la princesita, olvidando sus pergaminos. El gatito sonrió imaginando al viejo Astartius, mientras encaminaba sus patitas a la Habitación de las Pesadillas. Siempre empujaba la puerta desde fuera y se burlaba de sus parientes confinados, que maullaban desconsoladamente en la ventanita de sus colmillos perversos. Ninguno de ellos pudo aprender a leer y pensar, y el tigrecito lo sabía. ¡Cuánto se vanagloriaba al recordarlo! Además, sólo él podía contemplar el espectro de la Condesa de Roble ensombreciendo los sueños: en un camisón vaporoso sobresalía un moño ensartado por alfileres que debieron ser de plata, su rostro estaba vacío, y sólo a veces su blancura enfermiza esbozaba un gesto de horror, al advertir al gatito intruso que clavaba sus pupilas.
Cuando se aburrió de espasmos y turbulencias entre almohadones y cortinas, bajó las escaleras del Corredor Infinito. Tras tres horas de peldaños y descansos, hacia un punto creciente se hizo aclarar el verde. La Antesala Verde se explicaba por sí misma. No había objeto alguno que la hiciera especial, y sin embargo era la más acogedora de la Torre. Quizás fuera porque los cansados viajeros descubrieran la luz de su camino, y su color, reflejo y temperatura les invitara a reposar e imaginar algún futuro. Aquí la princesita no solía transitar a menudo, deseando el secreto de la esperanza. Por eso mandaba a su gatito, al que no le interesaban todas esas sensaciones que no podía percibir. A continuación hay una salita donde está nuestro tesoro, y pocos son sus detalles. Dejando atrás un arco se nos muestran tres paredes abruptas de ladrillo, y la antigüedad se respira desde algún hueco del techo, donde yace un cadáver empalado de algún astral lejano. Un aroma dulzón embriaga la nariz y la razón humanas y gravita un destello huidizo. En el suelo hay una flor marchita que fue de rojo intenso, y emite un quejido el gatito. “¡Ha muerto!” Cuando ya la náusea crecía en sus entrañas halló a la Mariposa de la Simiente oculta en un recoveco.
Cazando Mariposas
Un día la princesita despertó agitada por una pesadilla de sangre. Soñó con las entrañas de la tierra y la Oscuridad que envuelve las Catacumbas y al instante quiso encontrar la tinta adecuada. A la princesita le embargaban las formas de la escritura, y ya desde muy pequeña se divertía creando nuevos rabos, sombreros, y manos y pies para sus letritas feas; cuando alcanzó la madurez de la nobleza su caligrafía era la más bella del Reino, pero jamás enseñaba sus cuadernos garabateados a los visitantes. Sus tinteros y plumas estaban ocultos en su alcoba, bajo una losa. La tinta negra era la unidad primordial del abecedario, la roja era el espíritu y la argéntea eran sus sueños. Unidad, espíritu y sueño jamás crearon armonía.
La Biblioteca de la que no puedo hablar está en las profundidades de lo que otrora se conoció como Palacio Colgante. En otra historia se relata cómo formas que llegaron del cielo de los Gigantes devastaron la Ciudad Dormida, cuando Secquax I reposaba en el Salón Sin Eco. Ahora innumerables puertas y torreones conducían a los pozos solitarios de los Sótanos, donde se asientan los talleres de los relojeros y sobre pozos y péndulos rige la Torre Cerrada, en la que Ultro el Egregio construyó el reloj astronómico más maravilloso de los orbes y esferas. Ahora nadie puede acceder a su creación, vedada por un encantamiento. Lejos o cerca de allí cualquier noble podía acceder a la puerta adecuada y descender. Cuando alguien llegaba a la biblioteca por primera vez podía desear muchas cosas, pero algunas veces el internamiento en sus salas infinitas. El color de los estantes y sus tomos inveterados era gris; plomizas las letras de imprenta y sucios sus lomos, y en ellos toda la Fantasía era. Todos los juegos de infancia y todas las sabidurías siempre prohibidas y misteriosas; se hablaba de las pirámides de civilizaciones muertas siempre revividas y de héroes y poderes. La magia era el lugar, y sobre magia había tiempos nunca resueltos, porque la impresión del diminuto amante de sus cubiertas era la de impotencia ante su pequeñez. Jamás alguien contaría los ejemplares y nunca se clasificarían y leerían sus ciencias. La culpa del lector era la Biblioteca gris.
Cuando la princesita llegó a la Biblioteca olvidó de nuevo el camino, que siempre recordaría. Descubriéndose en camisón sintió vergüenza, pero solitarios estaban los salones de lectura. Así que durmió profundamente entre el humo de sus muebles, para despertar con una idea. Quería volar. Compró un tintero de lava, de color anaranjado y amarillo de las entrañas de aquella profundidad, y buscó. Los ojos grises de la princesita recordaron con lágrimas las tardes aburridas bajo una marina y la luz melancólica de no ser nadie, recordó cómo las oportunidades de la ternura escapaban en su niñez de las frías paredes. Colecciones que debían respirarse por no ser leídas y mundos que no podía visitar en la vigilia; la envidia y el aburrimiento se abrazaron, dejando perplejo al mundo. Sacó un tomo de colección prohibida y se elevó el polvo para descubrir un tratado sobre mariposas. Mariposas Reinas que elegían emplazamientos y colonias en las alturas, alguna vez; se imaginaba nuestra heroína cuántas personas de sueño leyeron esas páginas. Tras unas cuantas páginas al azar, la ilustración de Inurgeo la Mariposa iluminó su rostro. Abajo aclaraba: "Las Mariposas Reinas nacen de la Simiente de una Flor Roja, en un tocón ennegrecido". ¿Dónde encontrar las Flores de Sangre?
Una vez en su Torre del Silencio la princesita escribió algo sobre pliego negro y lo leyó para el tigrecito. “¿Hemos de ir a cazar mariposas, misiá?”. Le odiaba aquellas veces, cuando lamía sus pezuñas despaciosamente, sonriendo y meneando su colita. “¡Claro gatuno tonto!”. Agarró al gatito del lomo y mordió lo más fuerte que pudo, hasta que paladeó salado. “¡Miaaaaaaaau!” Resuelta la controversia se desnudó, descendiendo a los Baños. Una gotita, una lágrima. Llora la princesa. Una red para cazar, un vestido largo con capuchón y varias horas para recoger sus cabellos con hilos de plata. Descendiendo bajo el arco vio al tigrecito y se alegró, volviendo sus fuerzas. Afuera estaba la pesadez. Opploro el rufián en una esquina, junto a otros. “Princesa… ¿Dónde va vuestra curva escondida? Una canción. ¿Queréis la canción?…” Asco. La princesita tuvo miedo y evitó al cerdo, pero ya era tarde. ¡Necesitaba su mariposa! “¿Dónde vais con tanta prontitud?… ¿Acaso me despreciáis?, ¿qué tal si acompañáis a mi séquito a Palacio?”. Opploro impidió unos instantes el paso a nuestra heroína, mientras las caretas burlonas se restregaban en risillas. Eso era demasiado. La Princesita, trastornada por las prisas, desenfundó su pequeño cortaplumas de plata y lo clavó en la barriga fofa del bicho; las caretas dejaron de reír y Opploro el cerdito se desplomó, más dolorido por el susto que por la herida (que por otra parte le causaría la muerte tres días más tarde). La Princesita le escupió en un ojo y le pisó la cabeza al pasar, y dos pasos más adelante se recompuso su vestidito con parsimonia.
La Roja Floresta circundaba a la ciudad dormida, y canciones hay que cuentan su origen. La más bella se creó durante el Reinado de Magister II, y dice así: Eran los niños que fuera vinieron, botando una pelota cosidita de hielo / ¿Quién?,¿ quiénes de ellos murieron? / Nunca se sabrá / Desaparecieron y sus corazones abrieron. O así: Niños extraviados llegaron antes de la Ciudad Dormida, y admirándose del paisaje añil creciente y el suelo de flores blancas y abombadas, quisieron morir; el más joven de entre ellos se iluminó con un puñal entre sus manitas, y extrajo su corazón con grandes dolores, muriendo sobre las flores de hielo y tiñéndolas para siempre. Los demás niños le imitaron, menos uno, dos, tres y cuatro, los fundadores de la Ciudad Dormida.
¡Alegrémonos de ver su dulce silueta sobre las colinas! La Princesa paladea el olor de rubí y la extensión arterial, mientras el gatito bosteza y olisquea los corpachones de los escarabajos tristes. “Mmmmm… ¿Dónde estás Mariposa Reinante? Quizás soñamos con su presencia. ¿Imaginamos que un día existió tal pureza bajo esta bóveda? No, no es un sueño”. La Princesita se concentró y juntó sus manos de porcelana, y acomodando sus faldones se arrodilló frente a una flor. Había comenzado un encantamiento que duraría catorce siglos, tres meses y quince días. ¡Volvían las mariposas porque alguien creía en ellas! Es sorprendente que justifiquemos nuestras miserias, pero no es posible desencantar la rabia en nuestra dimensión, y no podemos hacer que vuelva lo que nunca fue, pero allí, sólo unos ojos cambiantes enfundados en la serenidad atenta de la nobleza son capaces de resucitar lo durmiente (aún no acostumbro mis sentidos a esta clase de Magia Primordial). Expliquémonos, porque el razonamiento es a la par simple y alocado: la Princesa entró en la Biblioteca del Sueño Eterno, donde todas las cosas que fueron y serán, al fin son, sin más, y al son de la melodía que aprendió con el sabio Astartius pronunció las palabras adecuadas para sí, y lo que una vez sucedió en lo que algunos llaman tiempo, ocurrió. Describamos qué ocurrió.
En la Floresta Roja todas las Flores tienen nombre, ¿cómo si no iban a resultar creíbles? Y todo lo que tiene nombre tiene historia. Esas historias… Hacen llorar a las jovencitas y reír a los niños. La mayoría de los acontecimientos a los que ponen lugar y apellidos son de estrangulamiento y caza, y se filtran en el jugo del Tiempo Único (del que se hablará más adelante), y parte de su esencia se detiene. Sí, porque las esencias son cambiantes siendo como unidad que son, imperturbables para nuestros oídos… ¡Oh, qué bobadas! No nos perdamos. Érase uno de esos acontecimientos (Año Astral III, Soberanía de los Niños con Chistera), el Niño-Regente Segundo aún dormitaba libérrimo sobre la Flor conocida como Simiente de Mariposa, y su escriba (una silueta amordazada por una túnica desteñida), versado en el conocimiento de interiores y traviesas, traducía los desvaríos oníricos de su gobernante, culminando poco después una obra que se perdería salvo para unos pocos afortunados (entre ellos nuestra Princesita). Cuando rasgaba el escriba con su plumita algo como: “El nacimiento es la muerte de un vegetal muerto, sólo la vida depreda sobre lo muerto, y así (…) a lo largo de sus visitas crea los trazos largos que conocemos como tiempos de la Nada. Alas de Nada”, pensó que tal vez estaba ante una lucidez-matriz. Y finalmente descifró mágicamente uno de sus destellos sobre un bello poema lunar:
La Princesita conocía los versos, y arrodillada los susurró ante una flor, que contrariada le habló: “No os perdáis jovencita, yo no soy la que llaman Simiente de Mariposa, buscad más allá, en el páramo que los infelices llaman Aturdimiento”. Sonrojada por su burdo error halló consuelo en sus cuadernos de campo, y largo tiempo sucedió antes de advertir una inocente anotación de Praeverto IV el Aventajado: “Y se dice que se dijo que sólo un gatito maullador con cuatro patitas y dos orejitas y seis y cuatro bigotitos será la llave de Aturdimiento”. El mensaje se tornó diáfano, a pesar de los pesares. La princesita miró asombrada al gatito, ¡su color había cambiado! Sus rayitas anaranjadas y su nariz rosa se tornaron las unas negras y la otra granate. “Qué os ocurre misiá, ¿es que no conocéis mis preferencias? Necesito camuflar mi pijamita joven a causa de la oscuridad”. Nuestra heroína se detuvo unos instantes y luego se incorporó, descubriendo que el frufrú había cambiado su melodía. “Ooh, y ahora esto”, dijo, y alargando su mano halló el culpable en un curioso líquido pegajoso, que pringaba su vestido de caza. “¡Sangre!… Gato insolente, ahorra tus camuflajes y mira en derredor tuyo… ¡No preguntes!” Al gatito se le atragantó un bostezo y clavó su mirada en una curiosa luz danzante, que parecía provenir desde las propias raíces de la Floresta. “Misiá, unos fuegos fatuos iluminan. Esperad, ¡forman un arco!” Comenzó el felino su carrera, y ambos cruzaron la entrada invisible.
El nuevo escenario sorprendió a la joven, pero no al gatito, que se ufanaba aún más de sus poderes, a medida que crecía. ¡Crecía! No hubo más preguntas, y la Princesita lo utilizó como cabalgadura. El sendero en el que penetraban atenuaba sus vivezas sobre toda otra sensación de amargura, a medida que los soplidos de una curiosa brisa esquiva ascendían hacia las fosas nasales de la Princesita. “La Princesita deliciosa. La Princesita dulce; siempre con sus letritas, siempre sensual; suelo mirar a sus doncellas… No, no os ruboricéis, no hallo mayor placer con vos, pues no puedo veros, mi bella viviente”. La Princesita oyó estas turbadoras palabras jugueteando nerviosamente con uno de sus mechones, mientras decrecía su montura. El gatito era otra vez un gatito y el pasillo inquietante se descubrió como una balconada de otro tiempo, en cuyo centro había dos sitiales de mármol blanco y bajo ellos, en el frío suelo de algún mineral líquido, se extendía un campo de batalla hecho de pequeños guerreros resplandecientes. Las figuras eran de metal. Oro y plata y bronce (y madera); las tallas demostraban tal destreza que sólo el asombro podía recompensar a los sabios dedos del creador. Parca fue la silenciosa para jugar con ellas, pero cuando sólo una de ellas hubo tocado (un Rey solemne y corpulento como un monstruo, empuñando una espada de amatista brillante), una sombra de súbito relampagueó. “Silenciosa princesa sedosa… ¡Amo y odio vuestro destino de pasiones!” Y aquí aparezco yo, el narrador, por vez primera, y aunque la escena que sigue fue descrita bajo mi pluma, a la Princesita le pareció más conveniente que fuera ella quien hablara por sí misma…
Con úlceras en el vientre trastabillé, fijando mi atención sobre la preciosa batalla en el suelo helado. Descubrí una figura dorada que me recordó algo y acuclillándome la rocé, y mientras decidía las literaturas que representaría, una voz cavernosa volcó mi corazón. “¿Quién es?”, le espeté, a lo que siguieron algunas groserías. Desenvainé torpemente mi alfanje de nobleza e intenté recordar algún hechizo espeluznante. “¡La Horda de Mariposas Negras!, ¡la Llamada del Amigo Baboso!, ¡A mí las Hormigas Distantes!… Ummm”. Sin poder articular un pensamiento sobre sus extensos estribillos, unos dedos rugosos se posaron en mi hombro. “Tranquilizaos Majestad, no os haré daño. Estoy aquí para conduciros al mundo de Aturdimiento, muy lejos de vuestra Roja Floresta”. Volteé mi aterido cuerpo hacia el lugar de la voz y no hallé compañero alguno. “¡Aquí abajo Majestad!”. Al descender la mirada inundaron mi mente cientos de destellos de comprensión, inconexos pero suaves. “¡Un niño!”. Así era, un niño sonriente me miraba acurrucado sobre los juguetes; iba ataviado con una túnica azul, algo desteñida, y con un capirote de doble ala que daba la bienvenida a unos ojuelos intensos aunque no especialmente hermosos, coronados por unas cejas extensas y generosas, y apoyados sobre unos mofletes algo cargados y pálidos. Habló con una voz torpe, oportuna para la carcajada, pero algo de solemnidad huía entre el brillo de sus ojos y detuve mis sonrisas por prudencia. Dijo que en este mundo lo llamaban Récano el Hechicero, dijo que era escritor y filósofo, y que no le gustaba nada que no fuera yo y el Reino del Sueño, objeción que me ruborizó por la osadía. Creo que me hubiera quedado dormida si no fuera por el ronroneo del odioso gatito, que restregaba sus orejitas en la capa del infante. Y es que comenzó un petulante recuento cronológico sobre hechos aparentemente lejanos, ¡ojalá hubiera prestado atención, pues me habrían ahorrado sus benditas palabras muchos sufrimientos!… En el año uno tal cosa, en el vigésimo tercero tal otra, después un acantilado y el Precipicio del Mundo, y después bichos y vomitivos gusanos que surgían de charcas hediondas en una playa traicionera; el relato no estuvo exento de batallas, ¡muchas guerras cruentas alzadas con barras que escupían estrellas y galeones que incendiaban con fuegos de artificio! Todo era extraño. Un mundo lleno de odios y secreciones, un país o imperio moribundo llamado Grotestado, repleto de negros pensamientos y baldíos puertos y ciudades. No lograba entender una sola palabra aún, pero el relato, una vez culminado, me llenó de una tristeza que aún me embarga a veces… Hubo un silencio incómodo para mí, pero no para el niño extranjero, que manejaba las piezas como perpetrando un macabro juego. ¡Las piezas desaparecían! Y entonces reparé en una, la más extraña. Era de madera y creo que estaba algo astillada, y aun así su factura era… Sus cabellos estaban pintados de blanco y su cuerpo desnudo conducía un animal extraño y rudo, en sus facciones se reflejaba un ¿odio sereno? Me asqueó a pesar de su hermoso rostro; su castigado cuerpo, surcado por arrugas de sangre y cincelado como en yeso. “¿Quién es?”, espeté al niño, que pareció ignorarme. Se levantó con parsimonia y sacudió el polvo de sus vestiduras, ajustándose el pesado sombrero. “Princesa, es hora de abandonar esta balconada solitaria y adentrarnos en Aturdimiento. Esa Mariposa Reina que buscáis largo tiempo fue para vos, y ahora os encontraréis, ¡por fin! Sabéis que su morada es la Flor de la Simiente, crecida al abrigo de un tocón negro como el carbón, que la resguarda del frío cortante de su mundo… ¿Por qué me miráis de esa manera? Acaso no sabéis que hay otros mundos más abajo del Reino que Sueña. Iremos en un artilugio que inventé hace tiempo, porque también soy un afamado científico. Lo llamo La Aguja del Cielo. Ya, ya sé que no es muy original, pero no hallé otro mejor”. Al fin dio por terminada la cháchara y nos condujo hacia una pequeña puerta con gozne de plata; no dejé de volver la mirada hacia aquellas figuritas tristes.
El Mundo de Aturdimiento
Y la Princesita descendió largo tiempo con el niño. Escalera tras escalera y escalón. Una y otra vez corredores que caían al vacío. Un abismo negro, apagado aún más por cientos de antorchas que iluminaban frisos repletos de historias y sabidurías. Nivel tras nivel, hasta llegar a un gran portón de madera antiquísima. El infante no respondió a ninguna de las preguntas de la agotada Princesita, que había convertido en jirones su precioso vestidito de caza, y además ¡el gatito! “¡Vuelve a la Torre del Silencio!” Se niega a pesar de sus refunfuños constantes. Que si sus patitas no podían descender semejantes terrores, que si el pánico atenazaba sus pezuñas, que dónde y cuándo comeríamos algo… En verdad era odioso ese bigotudo. Y por fin, tras probar la puerta con numerosos llavines accedieron al destartalado hangar de esas interminables catacumbas. ¿Cómo explicar el desastroso amasijo de metales y chapas prensadas y tornillos y ventanucos casuales? Era sostenida esa “Aguja del Cielo” por un maderamen sucio y enclenque. ¡Hasta daba miedo pisar demasiado el suelo grasiento! Y es que parecía que en cualquier momento ese tótem irregular y desquiciado daría la bienvenida a los visitantes ¡aplastándolos! La Princesita no salía de su asombro, y el felino se tapaba los ojos con una de sus patitas. “¡Y todo este suplicio para esto!” El niño estaba visiblemente furioso, y dirigiéndose a su invención le dio un puntapié. “¡Que ninguno se atreva a degradar esta maravilla de la ciencia!, ¡es un fabuloso vehículo infraespacial, propio de cualquier civilización avanzada!” Los dos sufrientes escépticos avanzaron, temiendo que se desplomara toda aquella chatarra científica. Cualquiera de las numerosas aberturas y salientes podría ser la entrada, así que decidieron prestar atención al infante, que estaba como loco afanándose en conectar mangueras goteantes a aquello, además de realizar complicadas operaciones matemáticas en varios pliegos manchados, sin demasiada fortuna a la vista de sus juramentos. Tras algunos minutos eternos, el niño inventor salió de una puertezuela cercana, inadvertida hasta el momento. Ambos, gato y princesita en apuros, se miraron suplicantes, sin pensar. “¡Bien! Eso es todo”, y apretando un botón cercano, un ¡RACA RACA RACA! inundó el aire, agitando la Aguja Espacial con una violencia que hizo que varias planchas se desprendieran del fuselaje con gran estrépito, mientras el inventorcillo corría como loco, alejando a los boquiabiertos de la lluvia de tuercas. “¡Jajajaaaa, tras todos estos años aún funciona el chisme!”
El modo de entrar en aquella pringosa masa metálica será mejor olvidarlo. La princesita rechinaba los dientes mientras el gato arañaba su hombro. Y es que había que dar varias patadas y puñetazos a sospechosas planchas para acceder a su sorprendente interior. Unos lujosos sillones de cuero escarlata, orientados hacia el cielo e incrustados en un “suelo” adornado con pieles de animales, daban la bienvenida a los forzosos visitantes. El dolor de cabeza terminó con la lucidez del gato, que se desplomó rendido en el regazo de la princesita. El niño inventor volvió a soldar la “puerta” de sus invitados y destapó la punta del cohete como un azucarero. Allí le esperaba una curiosa estancia inundada de palancas oxidadas y cables sueltos; procedió a sujetarse a la pared del fondo con diez cinturones de hebilla, y tras comprobar algunas coordenadas en una libretita algo desgastada inspiró fuertemente y empujó una palanca situada justo encima de su cabecita, lo que atenuó el baile de la máquina. Ajustó algunos números en un panel rotatorio, dirigiendo las agujas de un reloj de latón hacia atrás convenientemente y uno, dos y tres. Ignición.
Acontece un terremoto sin precedentes en la chatarrería y el suelo se abre, precipitando al enorme cacharro hacia el abismo. La tosca caverna vertical caía eternamente hacia las entrañas de la tierra hueca. El inventorcillo apretó un botón, accionando el gas del sueño. “Mejor así… ¡Este viaje podría ser infernal para los despiertos!
Rielan los cielos del mundo de Aturdimiento. Muy lejos queda ya el Reino del Sueño y una esfera terrosa y podrida luce en el cielo. La princesita abrió sus ojos grises, descubriendo una curiosa nariz y unos labios de ventosa. “¡¿Qué hacéis impertinente?!”. El niño descendió por la escalinata, abrumado por la vergüenza. Aturdimiento es un mundo pesado y cambiante. Los pasos se hacen largos y desesperantes, el sudor se apodera de las cumbres confusas de sus huéspedes y el horizonte es turbio, como en las pesadillas de los inquietos. El gatito dormía profundamente en un letargo místico, mientras la silenciosa descendía por la improvisada escalinata con grandes dificultades. Abajo un capirote se entretenía posando su orejita en una piedra roja. Ambos avanzan sin pensar, aunque las preguntas de la princesita eran muchas. ¿Qué era aquella esfera en el cielo?, ¿cómo habían llegado en aquel escombro humeante?, ¿por qué el cielo era negro?, ¿por qué sentía un frío intenso como la muerte?, ¿Qué significaba “otro mundo”?… Pensó en historias que había leído hacía mucho tiempo en grandes grimorios grises de Magia Elemental, escritos con las palabras de los habitantes de países y reinos lejanos grabados para la Eternidad por Quantusvis III, El Que Aprendió A Ver Atravesando. Porque en verdad aprendió a ver sobre las esferas del tiempo y cabalgó sobre los reinos que fueron y los que son, alcanzando el poder para dominar el futuro y sus traviesas, y se dice que en los Sótanos del Palacio Colgante mantenía en secreto ejemplares disecados de habitantes lejanos, a los que llamaba Extradurmientes del Sistema de Onivia. La princesita recitó un sencillo encantamiento elemental de luz, y el Bosque de los Tocones Negros abrazó sus miradas. Residían en un páramo ahora iluminado muchas especies de zarzamoras, además de árboles flamígeros, que ardían sin consumirse entre fantasmagóricas llamas azules. El niño cogió de la mano a la princesita y la condujo por una senda pedregosa, ¡pobres zapatitos rotos! Finalmente una aurora les acompañó, enmarcando sus correrías muy abajo, donde descubrieron que el curioso bosque respondía ya a su nombre. Cientos de tocones ennegrecidos emergían secos y tristes sobre una laguna conocida como Estanque Dormido. “¿Cómo sabré cuál es el adecuado?… ¿Cómo llegaré?”. Una risilla infantil violentó a la princesita, que agarró al impertinente, propinándole seis nalgadas. “¡Estoy harta de este juego infantil!”. El niño aplacó su llanto y cabizbajo regresó senda arriba; al cabo vemos un gatito naranja con un rabo gordo y tieso. “Misiá, habría que asesinar a ese locuelo… ¡Miaaagua!” Ocurriósele a la princesita una brillante idea, que ejecutó sin dilación. “¡Ven acá gato malo!”, y agarrando al minino por el pescuezo sin la más mínima piedad lo lanzó al agua. Sus maullidos de desesperación y sus pocas capacidades natatorias no fueron óbice para un largo y estruendoso periplo, atravesando las aguas cenagosas hacia la superficie de uno de los tocones, donde se sacudió con violencia, secándose el agua maloliente con lengüetazos cortos. “Ajá”. Nuestra heroína se desvistió y desperezó, ruborizando al niño entrometido que espiaba tras una flor sonriente; así que nadó hacia el tocón que el gatito había elegido para sus tareas. Una vez frente a él se agarró fuertemente a la piel rugosa del árbol muerto e incorporándose miró dentro. “¡Hoooola! Busco a la Flor de la Simiente… Soy la Princesa del Silencio. ¿Hay…? ¿Hay alguien ahí?” Un respingo invisible asustó a la Princesa y al gatito, que chapotearon alegremente de nuevo. Asomaron unas hojas tiernas a modo de manitas y una cabeza de pétalos largos y flexibles; una vocecilla de terciopelo perfumó el ambiente: “Sé mucho sobre vuestra realeza, Princesita Durmiente. He leído sobre vuestro Reino y Mundo lejanos durante los cuatro aburridos siglos solares que he permanecido aquí. Aguardaba vuestra lectura de ese tratado sobre mariposas que mi amo dejó allí, de algún modo, por vuestra causa”. Los trémulos pétalos se contorsionaron sobre la atenta mirada de la durmiente, que alargó sus manos para recoger el fruto de la Flor de la Simiente. ¡Un huevo! La vocecilla explicó cómo cuidar de la larva en letargo. Había que calentarla durante todo un Año Astral en un lugar lleno de esperanza, en algún hipogeo de su antigua ciudad. La Mariposa Reina que rompiere el cascarón mereciere un nombre corto y biensonante, propio de la nobleza de su condición.
Lo cierto es que Récano trabajó duramente en reconstruir la Aguja intraespacial, destrozada por su reciente aterrizaje. El infante y la princesita hablaron de muchas cosas, y ella descubrió una ingente sabiduría en ese cuerpecillo. El gatito no se despertaba con frecuencia, y cuando descubría por alguna casualidad algo parecido a la vigilia se comportaba como si el mundo y sus habitantes fueran apariciones molestas. Acamparon allí largo tiempo, alimentándose de esas curiosas moras azules de gusto diverso, que llenaban el estómago con facilidad y provocaban sueños placenteros durante la siesta. El agua no escaseaba en ese turbio mundo vegetal, pero la falta de aire limpio provocaba una ligera asfixia que hacía perder la calma. Tras días y noches interminables por fin el artilugio estuvo en pleno funcionamiento. “Princesa, es el momento de partir. No olvidéis lo que la Flor de la Simiente os relató. Sé que os complace uno de vuestros salones conocido como Antesala Verde”. La Princesita calló durante un instante, algo contrariada. Había algo en la voz del pequeño inventor que le decía que jamás volvería a verlo. Sin más dilación comenzó el traqueteo y la subida. Abajo quedaba el antiguo mundo de Aturdimiento.
La Corte de Vexo I el Melancólico y el Cónclave de los Sabios
La Princesita estuvo demasiado tiempo ausente. Los chismorreos dejaban paso a la desesperanza general y sus doncellas sirvientes golpeaban las puertas de jade de la Torre, ateridas por el frío y el miedo a su muerte, mientras Cortejos Nobles acampaban en las callejuelas adyacentes. El cuadro era absurdo. Casetas engalanadas con pendones multicolores se montaban y desmontaban día y noche, mientras los notables componían ditirambos y lidiaban entre ellos por amor a la Silenciosa Princesa. Todo el séquito rutilante estaba patrocinado por un Teólogo de prestigio, el incomparable Immo el Nuboso, el mismo que introdujera la Heurística General de la Tristeza Mágica, rechazada por la doctrina mayoritaria como poco científica, y sobre todo por los Relojeros del Palacio Colgante y los Alquimistas, que consideraban a su autor un tonto. Tal fue la agitación en la Ciudad Dormida que el Rey Vexo I abandonó sus melancólicos pensamientos y ordenó abrir las puertas del Salón Sin Eco, sellado por orden de Praeverto V en el Año Astral CVII. Cuando Vexo I vio el Trono se entronizó a sí mismo sin dilación, y entre lamentos exigió la presencia de los sabios y asimilados del Reino. Enseguida los chambelanes y heraldos comenzaron sus quehaceres caligráficos, elaborando en una sola noche doscientas cuarenta y dos cartas selladas con el símbolo del Reloj Real, y todas, salvo algunos retoques para adecuarlas a la grey de los Teólogos, rezaban así:
Sea Bendito Scrutorius y su Brazo que protege o amenaza al Reino [siguen algunos formalismos sin importancia]. Salvados todos por la prudencia del Rey Vexo I de la Estirpe Brillante de Vexo, en el Año Astral de MCVI, se convoca a extraordinaria sesión en el recién reabierto Salón Sin Eco del Blanco Palacio Colgante, a toda la sabiduría del Reino, doquiera se halle, y los primogénitos de las Nobles Familias Durmientes para que bendigan con sus oídos las palabras que allí se dijeren. [Aquí va el nombre del convocado y unas alabanzas petulantes hacia los miembros de su familia. Seguidamente se procede a describir sus dones y destrezas y el porqué de la necesidad de su presencia en el cónclave]. Sea así para todos los que lo vieren, que no podrán alegar insipiencia sobre lo dispuesto [etcétera].
Álzase la azagaya conocida como Almena de los Alquimistas sobre la techumbre de varios castilletes muertos. Escuálidas escaleras mecánicas descienden sobre los peristilos y las columnatas rítmicas del último Deshielo. Enormes gotas de rocío horadan la profundidad de las caídas salvajes a las que someten a su Ave de Cometa, que dos veces durante el Año Astral desciende sobre la Ciudad Dormida para elevar su danza de armonía, maravillando a todos y confundiendo al Rey con palabras enigmáticas. Si fuéramos tan osados como para aprender las miles de combinaciones de puertas, palancas y pasadizos asistiríamos atónitos a una inquietante escena.
Dos figuras se concentran frente a una pared aparentemente lisa y anodina; la primera de las figuras es alta y orgullosa, la segunda achaparrada y flemática. La figura alta recita en voz alta el Conjuro del Nigredo: “Abre tus entrañas negras de muerte, trece veces, y la mariposa volará a la siguiente estación, cerca del elemento que conocemos como Blanco…” No importa el resto, lo que debe llamarnos la atención es la nueva expresión de la segunda figura que, terriblemente alterada, corretea por toda la estancia y se acerca a la ventana. El recital se detiene. Nátrix, o la primera figura, era una serpiente enfundada en una librea de profundo azul; sus ojos violáceos miraban siempre con severidad, mientras su narizota sonrosada espiaba los movimientos de los intrusos, apoyándose sobre unos labios escuálidos que perfilaban una boca enjuta e insolente. Siempre se mostraba altanero y distante con los ignorantes y condescendiente con los que, suponía, eran sus iguales. Y es que Nátrix, el Primer Alquimista del Reino, sólo respetaba silenciosamente a un semejante: Pervígeo, el actual Constructor de Relojes, o la segunda figura. Pervígeo era un escarabajo calvo y añoso, y desde los surcos profundos de su frente hasta el dedo corazón de la mano izquierda, miles de arrugas y montículos venosos le daban un aspecto desagradable, como de muerto viviente. Sólo sus ojos eran bellos (algunos decían que había sido un joven muy apuesto), y a través de ellos se podía escrutar un alma tan torcida como el cuerpo.
“¿Qué os ocurre venerable Pervígeo?”. El Arquitecto del Tiempo (como le gustaba que le llamasen) lanzó una mirada enigmática al alquimista. “¿Estáis enterado de la desaparición de la Princesita?”. Nátrix se irguió todavía más y se limpió una mota de polvo de la manga diestra de paño blanco. “Sí, claro… ¿Por qué?, ¿estáis preocupado por una joven noblezuela?”. “Sí”, sentenció muy serio el Arquitecto. Ambos ilustres se miraron. Nátrix se acercó a la pared, quebrando la tensión, y comenzó a acariciar el contorno del sillar. “¿Acaso creéis en la antigua leyenda de la invasión extranjera?”. Pervígeo no contestó, sólo hizo un ademán nervioso con su dedo índice, como diciendo ¿qué importa lo que crea?. Nátrix lo entendió y continuó. “De acuerdo. Puede que la estúpida e inocente Princesita del Silencio haya abandonado el Reino Durmiente… Pero, ¿para qué? Moriría de hambre en la Noche Que Todo Lo Rodea”. El Arquitecto Temporal se encogió de hombros y suspiró. “Bien, bien, sea. Pero ¿y si logra volver ayudada por el Pueblo Xilófago?”. “Pervígeo, me decepcionáis. Ese pueblo no existe… No, nada de testimonios de vigías borrachos, escuchad: todo es un mito. Sólo estamos nosotros en este mundo, nadie más. Los únicos vestigios de viajes extradurmientes están desperdigados en los últimos rincones de la impenetrable Biblioteca Gris, y nadie ha reparado en ellos… No, no me miréis así, que no los hayamos analizado no significa nada, sólo demuestra que no eran importantes, y por eso se perdieron”. El entrecejo de Pervígeo se fue contrayendo más y más hasta que explotó en una cólera venal. “¡Ilustre Nátrix! No se os ocurra tratarme como a un siervo o un Teólogo. Lo que os intento decir desde hace rato es que yo he visto esos registros, y he analizado pinturas de esos xilófagos cetrinos, y otras cosas recopiladas por Quantusvis III, El Que Aprendió a Ver…” “¡Basta! He oído suficiente”. Nátrix no estaba enfadado, y para sorpresa del Constructor de Relojes se dejó caer contra la pared, atormentado por un grave peso de conciencia, o quizás… ¿aliviado? Tras unos minutos de pesadumbre, Nátrix miró a los ojos al boquiabierto Pervigeo y habló así: “Es cierto. Confiaba en distraer vuestro juicio, pero ¿qué más da? No digáis nada. Os quise ocultar lo que ya sabéis porque no es necesario que más de uno conozca la verdad. Pensadlo bien y me daréis la razón. ¿Y si se enterasen los Nobles?, ¿o ese inepto de Vexo el Entronizado?, o peor aún, ¡los Teólogos! Nada, nada. Es mejor guardar el secreto. Os contaré la historia de cómo encontré esos pergaminos, porque lo que habéis visto son algunas copias de época relativamente reciente. Los originales los tengo yo, en la Cámara Acorazada, junto a los especímenes… Sí, sí, no me miréis con tanto asombro. Junto a las criaturas disecadas extradurmientes.
La Torre de los Condenados
Siguiendo la estela brillante desde las franjas cercanas de las Murallas Negras volaremos sobre la gran Plaza Solitaria. A lo lejos se dibuja la Torre de los Condenados, donde aquellos que quieren escapar de sí mismos se refugian. Aquí llegó hace mucho tiempo nuestro segundo amante, que pronto hablará. Vémosle ya, solitario y perverso, delgado y desgarbado, surcado de miles de grietas de sangre y sin embargo hermoso, el más hermoso varón que vieran los habitantes del Reino Dormido. Eternidades se le antojan los años solares a este desdichado habitante del exterior. Abandonado y triste, sin más consuelo que la sangre derramada. ¡Tanta sangre derramaste! Príncipe Zacyntho, como te llamaron tus salvajes, fuiste por venganza más allá de lo debido, y buscando la justicia sembraste de impaciencia la Diosa Luna que has profanado. ¡Habla, tú, el más vil y bello de los hombres!
Habla el Príncipe Zacyntho, o Tycha el Infeliz, como se hace llamar en su soledad.
—Cuidad, Récano, sabio venerable, de juzgarme mal; en verdad me han deshonrado tus garabateos, porque esta historia es bien sencilla de contar para los que nada entienden, pero tú la has relamido tanto que no acierto a distinguir tu real divinidad… ¿Eres acaso un dios caído? No, no eres más que un espíritu de un cuervo que volando atravesaste ese gran ventanal carmesí al que ahora me asomo. Veo la gran Plaza Solitaria, circundada por columnas largo tiempo arruinadas, y ¡esa fuente circular! testigo amargo de tantas tragedias, ¡mírate ahora cuán abandonada!… Ah, callas como burlándote fuente divina, me miras como riéndote de mis miserias, recordándome que tan sólo eres grava y piedra de un lugar remoto, y repites que podrías transitar el largo paso de los años rememorando el tiempo en el que sólo eras parte de una cadena feliz de montañas, ¡quizás de la gran montaña! No podéis ver ese cielo estrellado sin estrellas que corona mis noches y “días” de vigilia. Siempre en sombras, no hago más que recordar aquello que prometí enterrar, como en aquellas cavernas… Lejos quedas ya, me parece, Diosa mía, y sin embargo se me antoja que nunca te he dejado, que cada vez más me acoges en tu seno, al que deseo tanto regresar… Pero qué les importa a los ávidos lectores mis amarguras…
En verdad que soy un cuervo, y de la peor estirpe, pero escucha principito. Ahora que has decidido abrir tu corazón es preciso que conozcan cuáles fueron tus verdaderos pesares, así pues, comienzo a narrar tu biografía, que sin ella este relato bien sabes que está cojo. Veo que te sonríes. Bien, ya has llorado lo suficiente.
Abandonado quedó un precioso bebé humano, medio muerto y aterido de frío. La luz de estrellas verdaderas dio bienvenida a su malvenida. Solo, en medio de la tierra arrasada por la guerra y la infertilidad yació, hasta que la Diosa se apiadó del huérfano y le dio gran fuerza y destreza. “De él haré un gran poeta de la guerra”, dijo, y llamando a los vientos les advirtió que se cuidaran bien de profanar a uno de sus futuros artesanos, y así, clamando al fuego de las profundidades dio forma a su nuevo instrumento. ¡Ama la montaña y la selva negra! Un terremoto bajo las estrellas agrietó su manto y escupió lava desde el abismo. Y yo, el narrador de esta historia, desnudo y joven como soy, elevé por primera vez la voz hacia nuestro cielo sin astros, y llamando a mi fiel búho de las profundidades volé raudo al encuentro del propagador de semejante estruendo, y debí de abstenerme de semejante acción, porque contemplando la gran montaña en lontananza sentí un miedo atroz. La Diosa me miraba fijamente. Cambié mi bendita forma por el cuerpo arrugado de un anciano desnudo. Una gran barba gris limpiaba el polvo de esa estepa cuando asistí a un hecho que aún hoy recuerdo como ayer. Varios perros negros lamían el cuerpo de una cría humana, que poseía la aureola de la tierra.
—¡Basta cuervo Récano! Sabes bien que ése no fue mi nacimiento. Mi madre era una vulgar prostituta y mi padre un trotamundos… No hables así de la Diosa, ella me acogió en su seno, se apiadó de mí, pero ¿mis dones? Nadie ha creído en ellos.
—Sois un insensato y un ignorante, no me conocéis, pero yo sé de vuestro destino algo, y seguiré relatando, y no me interrumpáis, porque he venido cumpliendo el propósito de mis divinidades. Con estas alitas adheridas a mis pies he volado cientos y cientos de Reinos y países y he visitado toda la Oquedad Secreta. ¿Y vos? Yo soy el Tres Veces Grande, y todavía quedan algunas historias que contar…
Una esquina deja paso a otra. Sólo hay sincera y discreta oscuridad azul en estos corredores sombríos. En verdad quedan lejos aquellos días de sosiego, lejos la calma y las esperas azoradas por una enfermedad que nunca llega del todo. Los perros negros lamieron las heridas del joven príncipe abandonado, y largo tiempo anduvo de nicho en nido, de gruta en cueva, y de loma en montaña. Pesadillas turban su calma inocente porque las largas travesías aún pesan sobre su frágil conciencia de niño… Pero al menos yo no tengo lástima alguna de él, porque sus ojos eran profundos y negros, aunque ahora sean dorados, y ya debéis de saber algo de su calaña. El alma de tales individuos nace en las profundidades y asciende y toma cuerpo donde menos se espera, y acogiendo una tragedia chica se eleva sobre los destinos de muchos pobres en ese Grotestado. Créanme o no me crean, ése es el que nunca tuvo nada que elegir y muy poco que saborear, salvo una dicha aún mayor de lo que justamente le correspondía. Esos perros negros, como digo, le zarandearon, dejándolo nuevamente a cargo de una familia honesta y diligente que hizo de él un digno don nadie. Años de negra oscuridad bajo un cielo pestilente le arrebató su inocencia primitiva y escapó adonde seguro nadie le seguiría, porque decidió escalar la Gran Montaña.
Forrándose con gruesas pieles de foca muerta, y a la edad de… (¿qué más da?). Ahora describamos esa elevación que provoca un miedo atroz en todos los habitantes del Reino. Nieve y luz azul ascienden lentamente, y precipicios de negra locura dejan paso a lomas y elevaciones cuya visión mata los sentidos. Siempre hay un atardecer tristísimo sobre sus enormes faldas, y las articulaciones llegan a chirriar peligrosamente en el primer día de ascensión. Porque quien decide subir queda varios días varado en esa colosal isla en medio de la Devastación. ¿Por qué esa gran elevación cuyas tormentas lejanas pueden arrasar pueblos enteros dejó vivir a nuestro principito desterrado? Nadie lo sabe, y de hecho, aunque a él le sorprenda, la Diosa le guiaba a ese insólito destino. Allí vagó durante meses, muerto de miedo y frío, bebiendo de los charquitos helados y comiendo bichos. Una opresión le partió el corazoncito de hielo y decidió descender nuevamente haciendo uso de un trineo abandonado.
Esa primera huida hizo de él una bestia amarga y solitaria, y viendo en derredor la podredumbre se guardó mucho de fingir amistad o enemistad. Con sus pequeños vestidos hechos jirones y con un fuerte dolor de cráneo fue descendiendo hacia esas montañas de basura y excrementos, cerca de Ruinas, la ciudad palatina del Grotestado. Muy pocos vivían en ese entonces allí, y sólo un viejo y loco descerebrado guardaba los pasos en un barranco escarpado, donde cientos de perros corrían ocultos entre las matas, aguardando sus incrédulas presas en el lodazal. Mucho se guardó nuestro pequeño héroe de continuar buscando nada que no fuera un lugar donde escapar y no vivir, cerca de aquellas inmundicias y lleno de un odio sincero y desesperado, que le obligaba a seguir blasfemando y siguiendo el sendero de esa nada dulce locura creó una única y sempiterna amistad con un diablillo invisible.
Hablemos un poco de esos “diablillos invisibles”. Con el fin de esconderse de las miradas furtivas y ansiosas de los vagabundos y pervertidos tocaniños, el principito se refugió en una casucha abandonada en medio de la negrura, y sólo durante los tenues días de Grotestado salía a pescar algún pececito de charca… Lo que no sabía nuestro héroe es que un fiel perro negro vigilaba sus pasos y más de una vez le libró de una muerte deshonrosa a manos de un cerdito. Lo cierto es que el niño pesadilleaba en aquellas inmundicias. Esas inmundicias y desperdicios de otrora baluartes civilizados y respetables, ahora ruinas pestilentes sobre valles que quizás fueran verdes y risueños, eran el hogar de una clase de espectros terroríficos, de los que sólo se podía presumir su presencia invisible, porque muy pocas veces se dejaban aprehender… Hechos de una sustancia volátil y malévola, reflejos marchitos de antiguos habitantes de épocas remotas y más felices. El niño de ojos profundos se hospedaba en un pequeño altillo decorado con sus propias pinturas y garabatos, nacidos de sus fantasías retorcidas, y durante las noches los temores de la infancia se hacían realidad… objetos que se mueven levemente, pasos en los corredores polvorientos, risas en el salón del piso de abajo, pequeños roces y extrañas pesadillas. Sólo una vez pudo distinguir la silueta de un niño desde arriba, y se decidió, desesperado por el pánico, a bajar la escalinata a trompicones en medio de esa oscuridad artificial. Corrió y tras una silla de madera distinguió un bracito, que tocó muerto de miedo… Y uno de esos diablillos invisibles se giró en redondo, dejando ver la figura de un niño de los infiernos: sus ojos eran cavidades malsanas y su nariz era de pequeño roñosito hediondo, sus cabellos era canelos como el más pestilente de los excrementos callejeros y sus orejotas eran sonrosadas. Nuestro héroe se quedó inmóvil, con electricidad depredadora en su cabecita confundida, y comenzó a dar manotazos sin poder dar el alarido que tanto buscaba. Al final aceptó la situación, porque la horrenda aparición era tangible, era real como esa mesa ovalada en la que se apoyaba, y haciendo un alarde de valentía (debida en parte a su cansancio), se sentó cómodamente sobre un sillón roído por las ratas. El niño infernal habló al fin, sin moverse un ápice:
—No tengas miedo. Te he observado y me gustas. Conozco tus sueños, y por eso me he colado en un cementerio cercano, ése que está al otro lado del barranco, y allí aguardé a que un oscuro funeral terminase entre llantos e imprecaciones a algún dios grande o pequeño (creo que grande), entonces me filtré entre la maleza enferma y rasqué la tierra como un conejo hasta dar con la tapa dura de un pequeño ataúd, y allí, medio comido por las alimañas hallé una criatura recién muerta, y anidé en su cuerpo hasta que su materia se hizo mía… Y aquí estoy, para hablar contigo.
¿Qué hacer ante esa terrible situación? Pues bien, el futuro principito se incorporó y dio la mano al terrorífico recién llegado. Y decidió que a partir de entonces se ahorraría temores innecesarios y poco útiles en aquellas tierras. Al niño de los infiernos le llamaremos a partir de ahora como a él mismo le hubiera gustado que le llamasen, es decir, Sineocos. Pues bien, Sineocos se convirtió en el compañero de desventuras del principito sin nombre, y le enseñó muchas cosas ocultas, que él jamás podría haber averiguado por sí mismo ni en cien años. Juntos corretearon arriba y abajo por los barrancos circundantes, donde eran muchos los peligros, y un día le mostró el Palacio Fantasma, que sólo aparece cuando la Estrella Errante de Tristitia está en conjunción con Cáncer. El Palacio de Ruinas, la capital del Grotestado, aparece súbitamente, como traído de una dimensión lejana y aún más pesadillesca: sus torres son grandísimas columnas talladas toscamente en piedra de arenisca, y sus columnatas y escaleras, y ventanales y arcos apuntados están en un desorden del que poco se puede sacar en claro, salvo quizás, su propia ruina, su caos primigenio de otro mundo aún más infame. Sineocos lloró a pesar de no tener ojos al ver esa podredumbre, como recordando algún doloroso hecho, en un pasado lejano…
Durante ese día aciago los ejércitos de Grotestado peregrinan hacia esos lares con ceremoniales ostentosos y macabros, y se sientan junto al Emperador entre alaridos y apuñalamientos. Y el principito y su amigo de muerto ensamblaje observaron atónitos eternas columnas de hombres pertrechados, en un orden precario y con horribles muecas de esfuerzo. Al frente de esos ejércitos grotescos se elevaban las figuras de dos personajes que quizás los ávidos lectores de estas dulces y amargas locuras debieran de recordar: Diffindo y Túrifer. Ambos se dan un abrazo acalorado y castrense, y cruzan unas pocas palabras sin importancia. Los ejércitos se acantonaron en la “calzada” que iba hacia el barranco que a su vez llevaba a la pared de roca, y que a su vez servía de base al Palacio. El cielo ese día era una combinación melancólica de colores trágicos: amarillos gritones pero extenuados alzan sus hombros para gritar en franjas blancas y lejanas como avergonzadas de su pureza, que enseguida dan el relevo a un cielo que se torna de precioso violeta al negro más profundo del Universo. En el cielo, como ya hemos advertido, titilan dos estrellitas muy juntas, y la Luna se ha marchado de vacaciones para no ver ese decadente espectáculo.
—A nosotros nos mataron esos —dijo tranquilamente Sineocos, mientras se limpiaba las lágrimas de sangre.
Aquello fue demasiado para nuestro principito. Y desde aquel día juró odio eterno ante la estrafalaria soldadesca, y jamás olvidó la cara de sus capitanes. Mientras casi todos dormían y muy pocos vagaban arriba y abajo por las cuestas, ambos amigos de infortunio decidieron acercarse al Palacio y husmear. Atravesaron la maleza y Sineocos mantuvo a raya a los perros del loco del barranco, y mientras subían la pared de roca escucharon algunos ruidos extraños… ¡Pum! ¡Pam! Sineocos recibió algunos impactos de metralla disparada desde el otro lado, y cayó como un saco de escombros, haciéndose pedazos en el fondo del barranco. Nuestro príncipe, loco de desesperación, tuvo la fortuna de tantear el borde de una cuevita cercana, y allí se refugió hasta que calló la balacera. Temblando y acurrucado en un rincón se estuvo quieto hasta bien entrada la noche. Y una vez se percató de que era imposible que le vieran decidió, movido por una cólera repentina y vengativa, seguir adelante con la escalada. Una vez en la cima contempló las primeras murallas del Palacio de arenisca, y pudo asistir al cambio de guardia. Un guardián ciego jalonaba a una jauría de perros hambrientos, ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda. Y unas rejas de acero inexpugnable guardaban el odioso conjunto. Ése fue el final del viaje. Ahora sólo quedaba desandar el absurdo paseo.
Una vez abajo lloró a su amigo nuevamente muerto. Y vio su cabeza sin ojos separada de otros miembros esparcidos de cualquier manera en el barro, y sintió, para su espanto, el gruñido de los perros que ahora le rodeaban. Allí hubiera perecido el principito si no llega a ser por la intervención providencial de su genio devastador. Asiendo la cabeza de Sineocos por los cabellos la zarandeó y amenazó con ella a los canes, que se mantuvieron a raya sin dejarse ver, espantados. Así pudo alcanzar nuevamente el promontorio, y escalando llegó por fin a las cercanías de la calzada, donde los ejércitos dormían a pierna suelta. Con la cabeza entre las manos corrió como un demente hasta tropezar con un soldado de guardia, que al verle lanzó una pequeña risotada.
—Ven muchacho, ¿dónde vas tan deprisa? ¿Acaso no quieres ser amable con el viejo Dédalus?
Aquello fue demasiado para nuestro niño desequilibrado, que enseñó la cabeza al viejo Dédalus intimidado, y al punto la lanzó al cielo con fuerza, y haciendo alarde de una voluntad supina robó el puñal al soldado, y éste, contrariado por la visión espeluznante y por el atrevimiento del mozalbete decidió moler a patadas a nuestro protagonista. Cuando ya se disponía para semejante empresa, el principito utilizó el puñal para el fin con el que había sido forjado, y lanzando diez cuchilladas al vientre del guardia esbozó una sonrisa de satisfacción. Por supuesto esta acción no le sentó nada bien al viejo soldado, que se desplomó emitiendo un quejido lastimero, oído por algunos de los que allí cerca dormían. El niño arrebató el resto de armas a la piltrafa que se retorcía en el suelo: una pistola escupetralla y una espada horriblemente pesada que se llevó al hombro; y armado de este modo que os imagináis, corrió hacia las callejuelas próximas.
Por supuesto no le dieron alcance, porque no se esperaba que un niño pudiera cometer tal atrocidad (con lo que apresaron y ejecutaron a los infortunados varones adultos que por allí vagaban), y aunque el guardia murió a los pocos días, nadie dio importancia al acontecimiento. “Algo habrá hecho el muy pervertido”, decían sus antiguos compañeros de armas, y así quedó la cosa.
Los ojos del niño ostentaron un cambio nada perceptible por el común de los mortales: se hicieron aún más recónditos y oscuros como pozos, y su alma quedó empañada por el odio y la desidia. Se ciñó el puñal y la pistola a un cinto de cuerda mal puesto, fabricó un tahalí con las correas de alguna vieja bestezuela y puso una cara de pocos amigos que ya nunca le abandonaría. Es posible que al lector le parezca un cuadro cómico el que acabamos de describir, pero lo cierto es que era algo bastante penoso. Algo espantoso. Y es que nuestro reciente vengador pronto se propondría convertirse en “cazador”. ¿Cazador de qué? Es difícil de explicar… Pero esta decisión, por supuesto, no se le ocurrió al niño, fue otro el que le instigó a semejante oficio. Sigamos con la historia…
Una vez que el ejército se hubo dispersado y desaparecido el Palacio, los espectros salieron otra vez de sus tumbas, lápidas y ruinas, y entonaron una canción muy poco alegre, que sonaba como un retumbar lejano de tambores y gargantas, y así siguieron durante dos ciclos lunares completos. Nuestro protagonista seguía agazapado y armado hasta los dientes, e iba y venía ignorando a las apariciones furiosas, que le increpaban como culpándole de que estuviera vivo. Mucho se guardó el niño de replicar semejantes estupideces y estuvo atinado al abandonar aquellas Ruinas escalofriantes y brumosas.
Emprendió un camino cualquiera, hacia la población más próxima. Estaba muerto de hambre y aterido de frío, y sobre todo, era un niño cabizbajo y rencoroso. Estaba enfadado por las mezquindades y esperpentos que había visto, ¡pero aún le quedaba por ver mucho más! El caso es que al tercer día, mientras echaba una cabezadita en la cuneta de una enorme calzada desierta, escuchó unos gritos horrendos. Se incorporó rápidamente, alarmado y otra vez amedrentado y terriblemente nervioso. Desenfundó la pistola y avanzó lentamente hacia cualquier lugar… Pronto descubriría la fuente del escándalo: un poco más a la izquierda, cerca de unos matorrales, un grupo de vagabundos barbudos y perturbados desvalijaban y maltrataban a una figura desvencijada, a la que habían tirado de una extraña montura de metal con una pica. Nuestro principito pensó en irse, ¿qué iba a hacer un niño tan pequeño frente a esos brutos? Pero no, su indignación y cólera (más que cualquier envalentonamiento) fueron la causa de que encañonara a los malditos pecadores y apretara el gatillo. Unos ¡pum, pum, pum! sonaron en mitad de la noche, y dos de los asaltantes se hicieron a un lado, heridos mortalmente. El niño dio varios pasos más y apretó nuevamente el gatillo, pero sólo se escucharon unos “clic, clic, clic”, insuficientes para hacer daño a nadie, con lo que tiró el arma de fuego, y esforzada y torpemente desenvainó la espada de hierro oxidada, y lanzando un chillido cargó sobre las formas que quedaban aún en pie, y tras una graciosísima cabriola debida a un pedrusco mal colocado tropezó y perdió su mortífero instrumento, y los otros tres vagabundos muertos de miedo e intactos se le hubieran abalanzado si no fuera porque el ayudado se había levantado y comenzado una orgía de tiros y más tiros. Así se consumó su primera escaramuza victoriosa.
Unos “ay, ay, ay…” pululaban en el ambiente mientras ambas figuras, el niño y el agradecido ayudado, hablaban. Aquel hecho marcaría absolutamente la biografía de nuestro héroe en los años siguientes, y por eso es necesario explicar quién era Quaro (porque así se llamaba el afortunado) y a qué se dedicaba, y por qué fue asaltado y adónde se dirigía. Pues bien, el susodicho era un “cazador de monstruos”: montado en una bicicleta aplastada por todo tipo de artefactos de batalla iba de un lado para otro trampeando y disparando contra bestias horrendas, y cobrando suculentas recompensas por ese muy digno y peligroso oficio. Aclaremos más esta cuestión. Hace mucho tiempo, cuando el Grotestado no era tal Grotestado, esta clase de dedicaciones basadas en la exploración y el rastreo de inmundicias eran impensables, pero con los malos tiempos muchos se ganaron la vida defendiendo a las villas dispersas de toda clase de deformidades, y fueron aclamados y admirados por muchos, que no por todos… porque algunos desesperados y mezquinos habitantes del oscuro continente criaban monstruosidades desde sus más tiernas larvas, utilizando semejantes terrores para violentar a las poblaciones más o menos pacíficas con las que se topaban, ganando botines y fortunas con facilidad. Claro que muchas veces esa criatura horrenda enjaulada y poco domesticada se volvía contra sus “papás”, y son frecuentes las historias que sobre estos hechos se cuentan y escriben (en la actualidad los científicos tragaliteratura discuten sobre si las “rebeliones de monstruos” son un subgénero o bien pueden considerarse como un género literario en toda regla, pero mejor no tocar tales cuestiones por aquello de no perder el ritmo de la narración). Quaro era un hombre maduro y bajito. Su expresión era terca y desagradable, pero no así sus ademanes y educación; tenía la cabeza afeitada a ambos lados y un cabello cano y abundante se desprendía desde la coronilla para cubrirle la espalda. Todo su cuerpo estaba regado de cicatrices y arrugas, y por sus facciones envejecidas se adivinaba una vida de pesares y batallas constantes. Su pómulo izquierdo estaba abierto en una horrenda herida sangrante causada por la pica de los vagabundos, y magulladuras testimoniaban la pasada lucha infructuosa. Cuando terminaron de charlar aún sostenía un extravagante trabucón cuya boca exhalaba una humareda negra y pestilente (y muy contaminante). Quaro iba dispuesto a enfrentarse con un nuevo monstruo cuando fue emboscado por sus domadores, que habían ya previsto su entrada en escena. Le dieron un tremendo golpe mientras pasaba a toda velocidad con su bicicleta y fue derribado, empezando la pelea. Quaro, sin lugar a dudas, iba a morir. No perdió el conocimiento debido a su natural rudeza y dureza pero eso no le impidió un atroz aturdimiento que le invalidó para la lucha. Los vagabundos propietarios de la bestia (que había matado a una familia de ricos mercachifles) sabían de su contratación por otra aterrada familia de buhoneros y se las dieron de cazadores, pero no contaron con el elemento niñito, y ya ven… El caso es que quedó admirado por el arrojo de ese niño de mirada torva y decidió hacerlo su discípulo y sucesor en el cargo, convirtiéndose en tutor y maestro a la vez.
Es posible que el lector piense que vamos muy deprisa, pues bien, tiene razón. Si pensase que vamos muy despacio, pues nada que hablar. Vamos deprisa porque la historia es infinita y muy, muy barroca (casi me da miedo narrarla), y hay detalles grandes y pequeños que nada dirán a aquellos que no hayan experimentado la soledad y la desesperación de los que huyen en un mundo sombrío. Tras un periodo larguísimo y nada ameno de contar nuestro príncipe se convirtió en un cazador experto, es decir, que a partir de entonces se dedicaría en cuerpo y alma a desarrollar tales actividades, y llegaría a convertirse en un jovenzuelo depredador y cruel. Ya no le importaba matar una y otra vez, pero su actividad favorita era la tortura. Sus enemigos, grandes o pequeños, jamás morían al instante (sólo se le fue la mano con dos o tres), y una vez derribados se acercaba con una sangre fría aterradora para recoger sus cuerpos mutilados por los perdigones o el acero o la trampa de cualquier y destructiva laya, y los llevaba al “Laboratorio”. Describamos este curioso lugar con loables fines aclaratorios: era una estancia con aspecto de matadero (no obstante, los trozos e inmundicias de sus víctimas eran escrupulosamente recogidos una vez terminado el experimento), y en efecto, veíanse varias barras de metal de un tamaño considerable y muchos garfios siniestros colgando desde el techo; en la esquina izquierda, según se salía, moraban un cubo con su correspondiente fregona, prestos para liberar de inmundicia la estancia, y es que a nuestro héroe no le hacía excesiva gracia contemplar las sanguinolentas pruebas de su último “trabajo”, y haciendo alarde de una neurosis obsesiva, frotaba y fregaba concienzudamente hasta el más despreciable rincón umbrío con los más sulfurosos y ácidos productos esterilizantes. De hecho, después de tales esfuerzos, nuestro niño psicótico dormitaba durante largas sesiones, aquejado de una negra depresión nerviosa.
Y en fin, creo que nos será útil describir una cacería al completo, de principio a fin, con el fin de que los lectores confusos aclaren sus ideas, porque ya se sabe que los conceptos más complejos deberían ser siempre refrendados con la fuerza del ejemplo:
Un joven de unos quince años más bien bajo que alto, descamisado y con unos tirantes de cuero que envolvían sus hombros picudos, caminaba algo encorvado mientras sus cabellos descendían en una cascada ondulante hasta el cinturón de cobre, donde eran aprisionados por dos hebillas de oro puro. Sus pantalones ceñidos mostraban unas piernas fuertes y enjutas, que a su vez descendían en unas botas de cuero negro tachonadas con espuelas y demás chapería defensiva y atacante. Su rostro (que hemos dejado para el final) ya lo hemos descrito en otro lugar, pero volvemos con él porque su expresión y rasgos son bien distintos aunque se asienten sobre las mismas premisas. Los ojos eran almendrados y oscuros, muy oscuros (tanto que sólo se podía distinguir un iris inmenso), y una nariz infantil coronaba unos labios de doncella gruesos y sensuales. Su cuerpo estaba sumido en la dulce timidez de la pubertad, pero apuntaba maneras viriles y apetecibles para toda fémina bien dispuesta. Sus armas se convirtieron en un apéndice más, y la antigua espada de hierro oxidado fue sustituida por un machete enorme; gustaba de portar varias pistolas de factura propia: una grandota escuperdigones en el cinturón de metal y otras dos muy pequeñas para cada antebrazo.
Corriendo durante una refriega iba el principito carnicero… Cortes y hachazos y escopetazos y trallazos sonaban por doquier: Quaro y nuestro protagonista se habían internado en una mina abandonada cercana a las Ruinas, y tanteando el terreno pedregoso y umbrío de su entrada (cuya fachada era un conjunto de andamios de madera peligrosamente enclenques) lograron acceder a un canal caudaloso (algún antiguo corredor que conectaba una galería con otra), y tras descender varios pisos se toparon con cuatro monstruos acorazados: sus cornamentas eran las más prominentes que habían visto, sus ojos amarillos rezumaban maldad y algo cercano a la inteligencia, y sus enormes corpachones forzudos estaban enlatados con corazas de acero puro y reluciente. Iban armados con hachas y sabían mucho de cazadores. Los monstruos se miraron entre sí, y se enfadaron a la vez cuando comenzaron los perdigonazos y los golpes, y lanzando gritos y aullidos obscenos se dispusieron a destrozar a los pequeños intrusos. Así empezó la cosa. Quaro, que velaba siempre por su nada desvalido pupilo, tomó la iniciativa, descargando todo un arsenal de metralla sobre el primer terror, que cayó doliéndose de su careta reventada en miles de trocitos viscosos; los otros tres se dispersaron audaces, y arremetieron con furia. El principito no disparó, contraviniendo la decimotercera y vigésima lecciones de su benefactor, y desenvainando el grosero machete y al grito de “¡escoria grotesca!” cargó con saña contra el primero en la lista, que sin amedrentarse dio un manotazo fácilmente esquivado. Enseguida nuestro juvenil héroe introdujo la punta de la espada en el cuello de su enemigo, y un chorro de sangre amarilla brotó como un manantial. Otra bestia fuera de combate. Los otros dos se abalanzaron sobre el joven príncipe mientras Quaro disparaba, loco de rabia por su díscolo aprendiz. La refriega no acabó peor debido al temple del viejo cazador, y en verdad que el principito quedó muy herido por la embestida de los dos demonios locos. Perdió el dedo corazón de la mano izquierda y la visión del ojo igualmente izquierdo resultó seriamente dañada. Pero no, eso no le hizo más humilde, se creía el cazador más valiente y fuerte del mundo, y una y otra vez se empeñaba en demostrarlo. Por esto Quaro no le regañaba, y aunque durante el combate le enfurecían sus alardes de impetuosidad absurda, sabía muy bien que era su forma de luchar: así se vengaba el niño más mayor. Por supuesto confiaba en que con el tiempo enfriara el carácter, pero erraba una vez más. El joven león jamás cambiaría (y así nos iría).
Estas cacerías eran poco frecuentes. La mayoría del tiempo se gastaba en la exploración. A Quaro le encantaban los hipogeos bajo el eterno erial del Grotestado, porque gustaba de pasear horas y horas, descubriendo tesoros en los corredores y salones y antiguos patios y villas. A Quaro, sin embargo, no le gustaba el mar, y siempre lo rehuyó. Su sola visión cuando era niño le horrorizó hasta tal punto que aún era acosado por pesadillas acuosas. Hay que decir que esta fobia del viejo maestro de armas no era tan infrecuente, porque los mares que bañaban el norte del Grotestado eran traicioneros y aterrantes: ora estaban en calma, ora se levantaban en olas imposibles que mataban más de miedo que debido a los increíbles maremotos que anegaban estuarios, acantilados y playas. Quizás esta confesión de su maestro marcara el futuro destino del príncipe, pero no adelantemos acontecimientos.
Nuestro príncipe se aburría amargamente, a pesar de su vida azarosa y arriesgada. De los “tesoros” que descubría junto con su maestro sólo le interesaban los libros de pinturas y los cachivaches de cristal, con lo que siempre llevaba consigo un petate cargado de tintineante arnés, que una y otra vez derramaba en alguna piedra roma para hacer justo recuento. Les ponía nombres a todos los vidrios y a los pintores de los que no conocía más que las bellas ilustraciones de paisajes lejanos y de increíbles artefactos sobre los que ignoraba por completo su correcto uso; asimismo, divertíase con las imágenes de señoritas en poses comprometidas y con las acuarelas. Más de una vez se decidió a blandir una pluma, pero al final, agobiado e iracundo, se había deshecho de ella blasfemando: era imposible que las fantasías de sus recuerdos y de sus desgracias se dieran cita en cualquier papel. Nuestro Príncipe soñaba mucho, y de una forma muy particular: siempre alucinaba con calles angostas, eternas y oscuras donde se perdía y era hallado por espectros latentes. Y eso era lo peor: los espectros. El Grotestado estaba repleto de ellos: unos eran siniestros y simpáticos como Sineocos, pero otros eran acechantes y traicioneros. Aterradores. Tanto que hasta Quaro los rehuía por prudencia, porque “no estaba bien mezclarse con esos muertos”. Lo que era definitivamente cierto es que a esos espectros sólo se les podía matar cuando adoptaban alguna forma concreta, normalmente un cadáver de persona o animal, o asimismo cualquier juguete antropoide, como muñecos o autómatas. Mientras, aterraban a los incautos inundando las estancias de sus casas con sus perturbadoras presencias, apagando luces, provocando ruidos o peor aún, haciéndose con la casa entera y expulsando a sus ocupantes (la “toma de casas” fue otro subgénero literario bastante extendido, pero los críticos tragaliteratura lo consideraban excesivamente cerebral, y en efecto había adoptado una forma libresca poco propicia para el gran público).
Dejemos a nuestros dos cazadores monstruosos y volvamos ahora a nuestra princesita errante, que nuevamente se adentra en el Reino Durmiente de la forma más chapucera e inconsciente.
El incidente palaciego
La Aguja destartalada tardaría poco en aferrarse a la única escasez energética habida en Aturdimiento: la gravedad. Porque pese a ser un mundo turbulento y pesado, el aturdizaje provocaría un torbellino de distancia magnética que haría de las esferas de Onivia un lugar favorable al desatino. En otras palabras de menor calado científico, la Aguja salió disparada frenéticamente hacia el terroso agujero espacio-tempóreo por donde habían venido, arrasando con cálculos, estimaciones y estadísticas. Nuestro inventorcillo no se enteraría del cacharrero final del aparato contra la entronizada y renovada Corte de Vexo hasta mucho después, porque justo cuando la Aguja pasaba por una franja denominada “azucarada” por los geólogos de la Oquedad (debido a las altas concentraciones de este glúcido), saltó disparado en un paracaídas, enfundado como estaba en un destartalado traje intraespacial que no impidió magulladuras, cortes y golpes, producidos todos por la eyección. El “traje” en cuestión era un delirio mecánico en sí mismo: repleto de tachuelas, tornillos y clavos broncíneos, a la par que de cueros y pliegos de algodón, aderezados con extraños símbolos matematicoides; los colores predominantes eran el dorado y el azul marino, lo que acentuaba la paradójica y ridícula nobleza del niñito inventor, que bajo su casco esbozaba una loca sonrisa de satisfacción y placer, mientras su manita enguantada despedía a su ingenio desbocado.
¡¡Buuuuuum!!, fue la voz predominante en la palaciega sala cuando la Aguja atravesó el suelo marmóreo, atropellando dos series de bancadas, quince nobles, cinco teólogos, dos alquimistas, tres relojeros, diez doncellas y un paje, así como cuatro sapos del Hayedo, quince gatos amaestrados, y por último dos escarabajos peloteros de compañía. De todo este recuento sólo saldrían con vida cuatro nobles, un teólogo (curiosamente, el de menor vigor intelectual), los tres relojeros (varones duros de pelar donde los haya), y un escarabajo pelotero, al que lamentablemente tuvieron que amputarle una de sus patitas. Quizás lo más llamativo, no obstante, fue que el trasto irrumpió en la renovada sala de la Corte de Vexo justo el día de su inauguración, y justo cuando el monarca profería solemnemente el juramento de no alterar la paz del Reino Durmiente con estrépito, fiesta o ventosidad alguna, con lo que muchos de los presentes tomaron por unos minutos el “Incidente Palaciego” (como así se le conocería muchos años después), como un sorprendente alarde de sarcasmo, y toda una retahíla de chistes fáciles se originaría desde entonces. La ilusión duró poco, todo hay que decirlo, porque el mismo rey se levantaría visiblemente afectado y asustado, y perdiendo los nervios sucumbiría al más penoso de los ataques de histeria que se recuerdan en un monarca durmiente.
Enseguida una piara de cerditos armada emergió de entre guijarros, pedruscos, gravas, y otros desastres, con el fin de desenvainar torpemente sus alfanjes y plantar cara al enemigo estruendoso. Cuando tras unos minutos de confusión, gritos y toses, se disipó un poco el humo, contemplaron atónitos cómo un falo cacharrero había emergido sin más de las entrañas de la tierra. Los más sorprendidos fueron, cómo no, los relojeros, que casi les dolía más el hecho de que otra mente privilegiada externa a su gremio hubiera construido semejante chisme, que ver la Sala del Trono en tan lamentable estado. Durante todo el trance se podían escuchar los gritos desesperados del melancólico monarca, que iba de acá para allá con el rostro descompuesto, sin poder articular un discurso coherente. Quizás por esa razón, lo más cómico y gracioso de la situación eran las caras de los sirvientes directos del Rey Durmiente, que no sabían adónde ir, qué hacer, qué protocolos aplicar, qué procedimientos de evacuación seguir, o bien a qué nobles oratorias apelar para suavizar los monárquicos nervios. Incluso uno de los chambelanes había extraído disimuladamente de su librea el Manual del Buen Sirviente Dormido (una preciosa edición del siglo CXII, convenientemente anotada, ilustrada y prologada por el insigne Senescal Dorado, servidor y consejero del Rey Pervígeo XVII); el resultado de su búsqueda fue infructuoso, ya que la sección del manual que más se acercaba a la situación actual, el Cap. VII. “Qué hacer cuando el Rey no pudiere controlar sus naturales inclinaciones a la histeria”, no terminaba de ilustrar el tema. Por decirlo todo, se trataba del apartado más polémico de la obra, constantemente glosado, aclarado, suavizado y censurado por numerosas dinastías de sirvientes hasta aquel momento. Pero no venía nada de aparatos mecánicos que irrumpieran en plena sesión de Corte, y qué hacer en esos casos. Por su parte, los caballeros y nobles lo tuvieron claro, y todos a una habían desenfundado, como ya hemos dicho, sus mortíferas armas rituales… pero poco podían hacer ante semejante enemigo, al fin y al cabo, un amasijo de metales innobles abollado, humeante y ruidoso. Porque, en efecto, un “raca-raca-raca” de baja intensidad, casi latente, se había instalado en la cortesana estancia, perfumando el lugar con una insana atmósfera de laboratorio o taller mecánico de tercera clase. Y en fin, la piara armada de gentiles, altivos y hermosos caballeros durmientes terminaron por, muy poco a poco, y visiblemente alterados por los amanerados chillidos de su Rey, palpar la superficie ardiente de la Aguja. Es evidente que el primero que lo hizo soltó un grito de rabia desgarrador, debido a que pese a su mano enguantada, se había granjeado una quemadura nada desdeñable, que le acompañaría hasta el fin de sus días. El segundo en intentarlo sencillamente daría un golpe seco con su puñal al fuselaje, y un “¡clon!” fue el único resultado tangible. El tercero, un noble mucho más arriesgado, joven, guapo y orgulloso, se decidiría a continuar con la expedición, y enfundado en su reluciente jubón de lunazul se le podía ver dando patadas y pedradas al cacharro, bajo el lema de “¡Ah del engendro! ¡Salid y dad la cara rufianes!”. El resultado fue nulo, salvo por el hecho cierto de que nuestra princesita y su gato dormidor habían despertado hacía rato con un terrible dolor de cabeza, y pugnaban por desasirse de correas, enganches, colchonetas y almohadas. El primero que lo consiguió fue, como no podía ser de otra manera, nuestro gatito perezoso, que con malas pulgas iba de acá para allá en el interior de la Aguja, lavándose nerviosa y compulsivamente y profiriendo “miaus” con ánimo protestante.
Para desgracia del ya de por sí asustado, atolondrado y extenuado público, la exclusa de emergencia del cacharro se abrió repentinamente, dejando salir, cual cazuela exprés, un chorro de gas locuelo y violento seguido de un “iiiiiiiiiiiiii” mortificador. Eso fue demasiado para el monarca que perdería el conocimiento para no recobrarlo hasta dos años lunares más tarde, cuando su detestado y amado primo consanguíneo, Vexo II, se había hecho con el trono y con un corto linaje, dado que igualmente sería el año en el que nuestro salvaje Príncipe Extranjero invadiría el reino con bestiales y aceros, cumpliéndose según algunos las profecías largo tiempo proferidas por teólogos y libracos. Pero no adelantemos acontecimientos, sino que dejemos a esta loca narración que siga su curso torturante. En fin, que tras el vapor vino el gato, y tras asomar su cabecita por la portezuela y abrir y cerrar los ojuelos con parsimonia, se lanzaría al suelo con natural elegancia, desafiando las miradas de los presentes con un contoneo de caderas y unos lametones cortos en el vientre peludo de su pijamita a rayas. Cuando ya los nobles se disponían a ensartar con gran goce a ese gato demoníaco, emergió la princesita y algún que otro boquiabierto dejó su acero en el suelo con poca elegancia.
La princesita tenía el cabello terriblemente ensortijado (más de lo acostumbrado), grasiento, ensalivado, sucio, estropeado y quemado por la radiación. Además, y para sorpresa propia y ajena, tan sólo lucía un corpiño carmesí y unas medias oscuras, que dejaban lucir y entrever sus generosas caderas y sus --como ya dijimos en otro lugar-- turgentes piernas de seda. En fin, no estaba nuestra princesita para ponerse a buscar su maltrecho vestido, que efectivamente yacía atrapado y rasgado en su reciente sitial, entre cables, líquidos, gases y tornillos. Las primeras palabras de la princesita no fueron tales, sino que emitió un tosido prolongado y lamentable, e incorporándose notó cómo el fuselaje ardía, con lo que decidió hacer acopio de fuerzas y dar un felino salto que acabó en esguince, y en un nada femenino grito de dolor y rabia. Los nobles, al contemplar a la enfurecida gata enmarañada y a su gatito, decidieron dar un paso atrás, y con mirada torva contuvieron sus demandas e interpelaciones para más tarde. Nátrix no se calló, no se detuvo y no se arredró (como correspondía a su posición y rango), y en corriendo hacia la locuela princesita (que dejaba una curiosa estela humeante desde sus desgraciados zapatitos de charol), se cuidó de que la Guarda del Albedo le escoltara hasta la recién llegada. La princesita se paró en seco frente al serpentino alquimista, que la miraba con un odio turbador y profundo, tanto que casi le iba a explotar su ceño de pura cólera. Al fin, nuestro Primer Alquimista profirió una sentencia inolvidable. “No hablaremos aquí, Princesa. No deis explicación alguna en esta sagrada sala y acompañadme sin dilación”. Nuestra heroína poco podía hacer, más que componerse como pudo su alfanje de nobleza a la espalda, coger al gato por el pescuezo y seguir al lechoso cortejo de Nátrix.
Conociendo a los Extradurmientes
En la sala se encontraban Pervígeo y Nátrix, así como la maltrecha princesita asiendo a un gato malhumorado (y hambriento). Dicha sala no albergaba adorno alguno, salvo quizás por el techo, un inmenso y brillante panel de cuarzo ahumado de coloración azul, que despedía sobre los comparecientes un curioso manto de calidez luminosa. Resultaba interesante ver cómo la enmarañada melena de la princesita y su mirada de vergüenza y cansancio iba dibujando diversos gestos en los dos terribles señores del Reino Dormido, que mantenían un curioso diálogo secreto del que nuestra princesita nada sabía (el gato sí, que para eso albergaba el don de la “infiltración”, como así lo denominaba). En fin, el diálogo consistía, por resumir, en un continuo “¿qué hacemos con esta loca?”. Al fin tomaron una decisión, que el gatito se guardó de comunicar a nuestra princesita con igual secretismo. La Princesita comprendió qué debía hacer y cuándo, y habló: “No contaré nada de lo que he visto. Sé que no hay noche que envuelva al Reino, y que peligros nos acechan por doquier, pero el Reino continuará durmiendo… Lo juro”. Los dos prohombres casi se asustaron de las palabras de la melenuda, y formularon en desorden dos nuevas preguntas. “¿Quién os envió?” y “¿con qué fin abandonasteis el Reino?” La princesita esbozó una sonrisa y poco a poco fue perdiendo el miedo: “Seguía a una lucidez-matriz a lo largo de la Floresta… y un inventorcillo loco me condujo en su vehículo a un mundo raro”.
Lo demás fue un diálogo nada revelador, reiterativo y en definitiva poco productivo, que culminó con la entrada en el secreto y selecto club de notables de nuestra heroína. Se diría que su proclamación fue hecha a la fuerza, por aquello de no levantar sospechas sobre lo que acecha fuera y demás; pero sobre todo estaba el hecho de que no convenía asesinar a la única testigo del mundo exterior, porque ¿de qué serviría, si parecía estar decidida a guardar silencio? Así lo entendieron todos y así quedó la cosa, pero lo más importante de semejante cónclave fue la sorpresa que Nátrix tenía preparada para ambos.
En los sótanos de la Almena de los Alquimistas se daban cita muchos horrores mudos de los otros mundos “extradurmientes”, y esa sala, frecuentada por muy pocos, fue convenientemente preparada para la visita de Pervígeo y la Princesita (y su gato, claro). Con gran solemnidad y estruendoso silencio, Nátrix posó sus manos en una portezuela ribeteada de lunazul, y activando mediante ocultos mecanismos sus enganches, condujo a la enmarañada princesa y a su coleóptero acompañante a un largo pasillo flanqueado por extraños, irrepetibles e inefables bajorrelieves de seres, escenas y acontecimientos de otros mundos. Se mostraban seres vivientes cuya cara se derramaba en una trompa balbuceante hasta su cintura enguantada, algo que recordaba a un terrible monstruo cuya dentadura ceñía una víctima peluda y repugnante, y en fin, otros seres terrestres, alados y marinos (así como terribles o amables entidades espirituales y divinas) indescriptibles por su grandiosa diversidad corpórea, y que darían para más de dos y de tres enciclopedias de zoología, etología, botánica, geología, teología, filosofía y antropología. De hecho, este trabajo de compilación, etiquetación, y clasificación científica estaba siendo llevado a cabo por el mismo Nátrix en la más oculta de las soledades, siguiendo en general el criterio cronológico-astronómico-topográfico-etiológico-heurístico del venerable Quantusvis III.
Pues bien, como íbamos diciendo, este largo pasillo tan asombrosamente flanqueado daba paso a una monstruosa estancia escasamente iluminada, circundada por cientos de cubetas vagamente iridiscentes, y en cuyo interior, flotando en un líquido espeso y blanquecino, se nos mostraban los especímenes conservados hacía muchos ciclos relojeros: algunos eran asquerosos; eran “insectos”, sí, pero carecían de la nobleza de los escarabajos y las mariposas del Reino Durmiente; por el contrario lucían ocho patas y un trasero abultado y repugnante, y su cabeza estaba coronada por numerosos ojuelos de vivaz malicia. Otros, por su parte, eran la viva imagen de la agresión y la locura: sus cuerpos enormes y achaparrados estaban dotados de numerosas patas retráctiles que generaban una cola arqueada culminada por un enorme aguijón, y sus patas delanteras eran unas pinzas traicioneras y peludas. Otros seres, sin embargo, eran pura belleza personificada, y nadando en ese líquido amniótico parecían espectros surgidos de algún ritual de magia primordial, alargados y gráciles y ligeros como la más hermosa de las luciérnagas. Asimismo, podíamos observar otras criaturas dotadas de una forma que recordaba a la intelección y la capacidad de lenguaje, y pareciera que estuvieran revestidas de algún tipo de vestido, largo tiempo raído y descolorido. En definitiva, resultaría imposible incluso para esta verbosa narración, describir los infinitos pisos, sótanos, estancias auxiliares y escondidas y olvidadas, y las enormes estancias abovedadas, llenas todas de vibrantes criaturas y cachivaches, y quizás criaturas-cachivache, de otros mundos lejanos e imposibles, y casi todas sin excepción introducidas en esas blanquecinas cubetas, aunque bien es cierto que en algunas ocasiones se podían apreciar recónditos espacios acristalados dedicados a la inspección de semejantes engendros maravillosos. No obstante, ¿no había nada vivo allí? Desde luego, nuestro curioso trío conspirador sí lo estaba. No: la impresión general era que la vida se extendía palpitante, siniestra, latente, obscena y lánguida por entre corredores y esquinas. Sí: debía de haber algo vivo entre aquellos gusanos traslúcidos, esos arácnidos flotantes, esas caracolas corredizas, ese olor nauseabundo y ese conjunto desvencijado de minerales de mil extraños colores y formas; entre esos corpachones fornidos de monstruitos ciegos de las profundidades, entre esos gigantescos ejemplares de nombre impronunciable que se asemejaban a grandes pulpos sibilinos y aterradores. Y luego estaban esas criaturas antropoides y esos ejemplares que desprendían trémula luz en mitad de la oscuridad del tiempo. ¿Qué hacer? Nuestra princesita optó por no mirar: en su hermoso magín se elevaban cientos de hermosas civilizaciones y espacios nunca hollados por durmiente alguno, así como miles de situaciones e historias y colores y reacciones y violencias. Le dolía la cabeza y comenzaba a marearse. Nátrix la miró de reojo y comentó a su añoso y repugnante colega algo sobre volver sobre sus pasos. Pervígeo ni siquiera contestó; no podía creer nada de lo que veía, y de hecho jamás volvió a descender a semejantes estancias de horror. Su mente era enteramente mecánica y racional, casi rutinaria (como corresponde a todo buen relojero), por lo que los recovecos e imperfecciones de la materia viva le deprimían, confundían y apabullaban. Sí, enseguida se volvió rápidamente sobre sus pasos y Nátrix no supo mucho más de él en algún tiempo. Nuestra serpiente alquímica iba a proferir un “quieto ahí, ¿dónde vas?, etc.”, pero se detuvo al comprender la inutilidad de la interpelación. Fijó por fin su terrible vista a la princesita mientras ajustaba un pequeño reloj de mecanismo incierto y caótico, con fines ocultos y nada confesables. Nuestra heroína le dirigió una fugaz mirada y se desmayó en todo su esplendor, mientras el gatito trataba de ignorar la situación de desamparo de su dueña valiéndose de sonoros bostezos.
Hay que decir, pese a todo, que semejante situación no resultó incómoda para Nátrix, que se creyó en posesión perpetua de esas estancias y criaturas, dado el carácter impresionable de sus dos contertulios (o tres si contamos con el felino, cosa que no haremos, claro). Asimismo, aclararemos que nuestro Primer Alquimista estaba diseccionando sistemáticamente un área muy concreta de esas salas infinitas para su provecho científico (“en pos de la Gran Obra”, se decía a sí mismo), y para este menester se había agenciado todo tipo de abrasivos, miccionantes, eméticos y diaforéticos, así como alcoholes y alambiques purificados con hojas de sierpe virgen; para semejantes actividades había recurrido asimismo a treinta y tres volúmenes de ciencias naturales, prologados por Quantusvis II y III y con anexos perpetrados durante los dos siglos y cuarenta y cuatro años posteriores, cuando los mayordomos y científicos de la Oquedad se habían dedicado a atravesar por la fuerza los entresijos y túneles del presente-pasado-futuro, utilizando esa nueva ciencia de la que pocos tenían noticia: la Cartografía Dimensional (y la Onírica, claro), porque según el decir de parte de la comunidad científica, ambas ciencias eran como la física a la química.
Dejemos a la Princesita dormir ante la atenta y vivaz mirada del alquimista y el gatito, y prosigamos con las historias locas acontecidas en el Grotestado. Eran el aquí y el lejos dos términos absolutos de nuestra rimbombante realidad, cuando a no más acontecer las sensaciones oscuras del placer, sobrevino una reveladora realidad. Hemos dicho, refiriéndonos a nuestro joven príncipe caza-monstruos, que los espectros latentes y los maremotos eran las bestias negras de una gran parte de la población de ese desierto de inmundicias apocalíptico que era el Grotestado, presidido por esa gran elevación imposible de describir correctamente sin dolerse. Pues bien, es posible que otros dos lugares fueran aún más aterradores y solitarios, y en unos términos que harían temblar de miedo al más valiente o inconsciente: hablamos del Dédalo y de las Catacumbas. En cuanto al primer “lugar”, en efecto, estaba formado por una infinidad de corredores e hipogeos bajo la misma tierra: eran cloacas de paredes blanquecinas, a través de los cuales un cordonaje infinito se esparcía como miles de serpientes enroscadas y dispuestas a sangrar a los locos paseantes. Muchas veces, en semejantes corredores podíamos identificar determinados hipogeos testimonio de épocas pretéritas y lujosas y decadentes, ensamblados por una piedra lacerada, sucia y oscura, aunque levemente iluminada por fuego de antorchas invisible, con pequeños focos de luz amarillenta que se derramaba en ciertos lugares, frecuentemente al acceder a túneles y pasos aún más soterrados y subterráneos. La negrura, no obstante, lo inundaba casi todo, y era infrecuente encontrarse con alguien en semejantes soledades, salvo con uno o dos locos de amor, pasión o miedo. Se decía, de hecho, que en estas oquedades terribles y solitarias se podían hallar tesorillos de intimidad escasamente malogrados y profanados, aunque hemos de constatar que este hecho no había sido confirmado por nuestra pareja escupetralla. En este Dédalo también podíamos hallar otras regiones, mucho más recientes, en las que moraba una cantidad nada despreciable de vagabundos que defendían sus pasadizos con inusitada violencia. Tanta que los más osados no se atrevían a cruzarlos sin su permiso expreso, un permiso que no estaban dispuestos a dar sin unos cuantos niños y niñas a cambio. Grotescos. Cerdos. A nuestro niño, todo hay que decirlo, le apasionaba recorrer los pasadizos más antiguos (arriba descritos), y llorar amparado por la más cerrada oscuridad, al calor de la melancolía huidiza aquellos que duermen despiertos.
¿Y qué hay de las Catacumbas? Imposible de describir era ese conjunto informe de andamios y cuevas y mazmorras mal construidos y acabados. ¿Que qué criaturas de pesadilla moraban en sus interiores? Ninguna clase, podemos asegurarlo; ninguna salvo aquellas espantosas momias que dormían su muerte y letargo en innumerables nichos y sarcófagos polvorientos. Y este escenario fue el marco de las cacerías monstruosas de nuestros dos locos y violentos protagonistas, Quaro y su pupilo el niñito; ¿y cómo, si hemos dicho que ninguna criatura moraba sus extensiones imposibles? Pues bien, la respuesta es sencilla de argüir: sencillamente las larvas y algún que otro deforme adulto se aventuraban de vez en cuando en semejantes negruras, y allí quedaban atrapados para morir lentamente, o bien para languidecer de aburrimientos, donde eran descubiertos y muertos por los caza-mostruos. En cualquier caso, estos engendros nunca se acercaban a las momias, a las que guardaban un miedo reverencial y atroz, y lo mismo podríamos haber dicho de nuestro niño, pero no lo haremos por no levantar falso testimonio, porque verdaderamente a éste se le antojaba irresistible el mero hecho de visitar a hurtadillas sus salones de muerte. Y a veces, picando un poco la pared cavernosa de esos pasadizos de horror, nuestro principito hallaba el cadáver incorrupto de una niña muy pequeña o incluso de un bebé, largo tiempo muerto y emparedado por sus desalmados padres, que tratando de ocultar su muerte habían arruinado el alma del pequeño, enquistando su esencia en aquellos cuerpecitos que despedían un espanto y una tristeza ilimitados. Nuestro principito también derramaba lágrimas por ellos, y de hecho, lejos de volver a enterrar los cadáveres, tenía una pequeña estancia particular repleta de ellos, donde frecuentemente encendía una vela y rezaba por sus pequeñas almas atrapadas en limbos distantes y horrendos. En este caso, y aunque el lector de estas locuras no lo sepa, el silencio de los muertos era la principal prueba de su latencia y pervivencia. Escuchaban, quizás se alegraran de que alguien se acordara de ellos.
¿Y qué decir de las momias? Es decir, de aquellos cadáveres corruptos entronizados en nichos hediondos y polvorientos, o bien postrados en sarcófagos improvisados, y que adornaban estancias excavadas torpemente en la misma piedra, bien por la fuerza de la naturaleza, bien por apéndices grotescos. Pues bien, nuestro príncipe paseaba por sus cámaras, mudo testigo de ese horror indecible que no se narra; que simplemente se siente desesperar en las entrañas mismas de los vivos, cuando los corazones amenazan con detenerse y condenar nuestra alma al destierro. ¿Qué decir de un cuerpo del que somos esclavos, cuyo horror y decadencia nos testimonia tras nuestra huida hacia la nada o hacia el olvido, que son una y la misma cosa? ¿Hacían las momias otra cosa que no fuera yacer muertas? No, que sepamos. Y ese indecible horror de la quietud era suficiente para que nadie se atreviera a vagar por semejantes lugares. Precisamente por esa razón, la soledad de nuestro niño era aún más justificable: nunca encontraría a nadie. Nadie se atrevería a acercársele, y si así fuera moriría de puro espanto. Los vivos no pueden aproximarse a los santuarios de muerte olvidados, donde sólo moran la desdicha, la nostalgia y la melancolía infinitas de los que dejaron atrás sus cuerpos corruptos. Almas estancadas.
En cuanto a las otras ocupaciones de nuestro niñito, poco más hay que añadir que no sea desdicha. La tierra misma y sus entrañas atrapaban su aureola de santidad, atándole al obituario más que a otro fenómeno en esta vida. Los espectros eran fuerzas vivas aterrantes, pero su esencia traslúcida y amenazante era un obstáculo para sí mismos, y debido a ello sus actividades predominantes eran el aullido persistente y la mortificación duradera. ¿Pero y qué hay de los enterradores? Hablamos de una profesión de futuro en este nuestro Grotestado trufado de cementerios, panteones y lápidas y tumbas improvisadas, y desde luego nuestro principito tenía como actividad favorita el aterrarse y deprimirse grandemente excavando las tumbas olvidadas de aquellos que ya no eran parientes. Eran un humus asqueroso e infecto de podredumbre, enterrado en un pozo y bajo una lápida. Pues bien, nuestro principito inhumaba y exhumaba restos, con lágrimas anegando sus ojos. Buscaba la vida en la muerte, extrayendo la tierra seca con sus propias manos; ensuciándose y aterrado por lo que pudiere encontrar: capas y capas de inmundicia y porquería encerraban cráneos de ojos vacuos y órganos otrora consumidos por los bichos. Y gritaba después, alto y claro ante el cielo inmisericorde, maldiciendo el destino de esos olvidados roñosos que una vez caminaron, para espanto de los vivos. Nada que hacer: después de examinar ciego de locura sus restos, los sepultaba con igual vehemencia, sintiendo sus manos secas y pegajosas y malolientes. Aunque también enterraba muertos: quería contemplar el dolor de los que permanecen; ese horror y esa incomprensión dibujados en los rostros de los sufrientes. Allí deseaba encontrar respuesta al enigma, cosa que naturalmente nunca lograba, pero cuya contemplación le mantenía concentrado.
Estas actividades macabras ocuparon infinitos espacios de tiempo durante su niñez, y siempre acababan del mismo modo: con nuestro joven príncipe en la catedral, a la que se acercaba inconsolable y anhelante. Allí escuchaba las misas muertas dedicadas al Dios Desconocido, y entre sus velas e iconos hallaba un pequeño consuelo a tanto horror, y pedía perdón por todos los miasmas cometidos, es decir, emitidos. La “catedral”, al menos la parte de la que podemos y debemos dar testimonio, es descrita en los términos más anodinos que puedan imaginarse, aunque su misma sensación era casi onírica; dolía rememorar ese pórtico en su interior, circundado por candelabros e imágenes, y las bancadas más adelante, que daban paso a una gran estancia mucho mejor iluminada, que culminaba en un retablo donde un crucificado quemaba el intelecto de sus asistentes. Nuestro príncipe trataba de pasar desapercibido, enfundado en un gran abrigo oscuro, pero el párroco bien conocía sus visitas y le miraba con gesto fruncido y severo, instándole a la confesión y mostrándole en numerosas ocasiones el fuego del corazón que no se extingue, a lo que nuestro príncipe se postraba, con cieno y sangre manando de sus vísceras. A decir verdad, nuestro entrañable párroco se apiadaba sinceramente de nuestro protagonista, pero sus idas y venidas le hacían concebir negros pensamientos que no podía tolerar. Eran los engendros muertos del Grotestado; ancianas y niños que poblaban los lugares sagrados, y algunos hombres de mediana edad que erraban más que caminaban, por entre los adoquines de esa plaza pétrea y augusta al que los edificios religiosos en derredor rendían homenaje. Era la Ciudad de las Antorchas.
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