Un último acto de teúrgia



Este pequeño relato pretende ser un homenaje a Isaac Asimov, Stanislaw Lem y Jorge Luis Borges. Mi agradecimiento a esos grandes maestros, cuyo arte e intelecto llenó de luz mi alma.


PHILOSOPHY, n. A route of many roads leading from nowhere to nothing. Ambrose Bierce, The Devil’s Dictionary.

 

La superficie del templo se hallaba cruzada por miles de marcas lacerantes que testimoniaban el curso del tiempo agreste. El viejo filósofo se puso de rodillas e inició su oración: se encontraba en ayunas y con la mente despejada y diáfana, tanto que podía seguir cada uno de sus pensamientos, y dirigir su mente a lugares en los que jamás había estado antes. Su concentración se incrementaba por momentos, y al fin, el mecanismo de la más intrincada de las metafísicas se disipó, y trascendió los defectos y las turbaciones que empañaban su magín; la vulgar cotidianeidad de los sentidos huyó, dejando paso a un estado de absoluta intimidad con lo divino. Supo que era el momento propicio, y una exaltación de pura felicidad se apoderó de él. Y lloró de alegría pese al dolor lacerante de su cuerpo. En un segundo se hizo la noche, y se recordó a sí mismo que la ausencia de tiempo preludiaba una revelación inminente. Quizás alcanzara al fin lo que sus antiguos maestros habían anhelado en vano, y vivía aquel estado de apoteosis tan intensamente que le pareció que su alma ascendía sin freno, tornándose más y más poderosa por momentos. Sentía verdadera euforia. Y en ese trance trató de perfeccionarse moralmente: lo perdonó todo y a todos, y se reía para sí (a pesar de oír sus propias carcajadas estridentes y alocadas) de todo aquello que antes le molestaba y enturbiaba. “El ser humano es un vacío sin tiempo que se desliza en el tiempo… No vale la pena detenerse en sus miserias”, se decía. Y esos eran sus cándidos pensamientos cuando todo cambió. Repentinamente, su felicidad se tornó quietud y su exaltación derivó hacia un estado embriagador pero estático, latente y sin embargo atronador. Sintió cómo era invadido por una apabullante presencia, una presencia que anulaba uno a uno sus sentidos, incluyendo su exaltación y cualquier conciencia de poder anteriormente elevada por el vehículo de su alma.


Atónito, comprobó cómo su intelecto iba aumentando vertiginosamente en lucidez. Esa nueva presencia que se abrió paso en mitad de su ritual teofórico comenzó a desprender tanta luz que acabó por ahogarla, y finalmente por expulsar con inusitada violencia cualquier atisbo de radiación, precipitando un atardecer metálico, cercado de una noche tan negra como el mismísimo Hades. El viejo filósofo miró a su alrededor asustado y trató de concentrarse nuevamente: se encontraba aún sobre la superficie castigada del templo, y el peristilo derruido era el único testigo de esta su próxima e inesperada revelación.


Al fondo vio la figura de un hombre alto, enfundado en un abrigo de color grisáceo; era tan sólo una silueta, a pesar de todo. Parecía una estatua, pero el anciano sabía que estaba vivo, y que le penetraba el corazón sin piedad. Enseguida supo que sus pensamientos retumbaban en el extraño, creando un eco incómodo e inevitable. Al fin, la presencia fantasmal habló: “Sé quién eres”, dijo con una voz queda, honda, melancólica, dolorosa, y aun así decidida, agradable y terriblemente poderosa. “Por el contrario, yo no siento nada en ti”, contestó el viejo filósofo, casi entre dientes. La silueta avanzó y dejó ver su rostro plúmbeo, débilmente iluminado por una sonrisa amarga. “He anulado tus poderes eróticos, y he dejado abierto el ojo racional de tu alma. Así comprenderás mejor mis palabras”. El hombre titubeó: veía esfumarse lentamente la llama. Todo parecía transcurrir como en un sueño, y sin embargo aquel grado de lucidez era imposible de lograr en cualquier ámbito onírico que conocía. “No es un sueño”, afirmó el filósofo para sí. “No lo es”, confirmó la forma gris. “Jamás he experimentado una presencia como la tuya… No logro entender tu esencia”, continuó el anciano. El recién llegado esbozó una sonrisa paternal. “Todo lo que provoca un sentimiento no puede acercarse a la Totalidad. Yo soy el silencio que dejan tus pensamientos, el ruido y la palpitación de la vida más allá de la vida”. Se hizo el silencio durante unos segundos eternos. Pese a su elevada preparación filosófica, el hombre tardó aún unos instantes en contestar, primero con un gesto de negación y después con palabras de confusión y de turbación. “Eso sólo podría significar que eres Dios mismo, y eso no puede ser. ¿Cómo la experiencia de la suprema presencia divina puede ser tan…” La silueta contestó acercándose aún más, adoptando un paso quedo pero irresistible. El viejo filósofo pudo apreciar su rostro con mayor nitidez: sus ojos estaban dotados de una honda claridad que culminaba en un pozo negro por pupila; parecía que su mirada irradiaba un halo blanquecino, que atraía toda la oscuridad en derredor. Era la misma claridad del frío hielo, que sin embargo quemaba al tacto, y lo mismo podríamos afirmar del resto de su rostro curtido de hombre maduro; sus facciones eran duras y pronunciadas sin ser desagradables, y las arrugas que trazaban sus contornos invitaban de alguna manera a la confianza de un padre o un abuelo bondadoso aunque severo; su cabello era cano, pero no acertaba a descubrir cuál podría haber sido su color de juventud. En cualquier caso, su silueta parecía nacida de la misma piedra. Lo cierto es que el viejo filósofo tenía ante sí al ser más extraño y poderoso con el que se había topado jamás en cualquiera de sus rituales teúrgicos. De repente sintió miedo, miedo de haberse engañado sobre la verdadera naturaleza de Dios y del cosmos mismo. Si este ser que concentraba toda la luz en una vasta oscuridad era Dios, entonces ¿qué quedaba de aquella Luz Suprema de la que le habían hablado durante toda su vida? El experimentado filósofo perdió la compostura, y un torrente de sensaciones desapacibles culminaron en un dolor insano. Sentía humillación y quería despertar de ese sueño que no podía ser un sueño. Cuando recuperó el control de sus pensamientos, contempló su propia lucha interior y descubrió que deseaba con todas sus fuerzas que ese ser estático contemplara su dolor, y que se apiadara de él. Se descubrió llorando de melancolía; su alegría se había extinguido. Al fin, el viejo filósofo se decidió a hablar.


“¿Por qué me atormentas? Quiero despertar y al mismo tiempo quiero conocer tu naturaleza. Aún me niego a reconocer en ti la máxima naturaleza divina”. El rostro del hombre gris, que se había mantenido impasible hasta ese momento, tan sólo esbozó una leve sonrisa como respuesta. El viejo filósofo supo que sus palabras sonaron falsas; se convenció de que lo que tenía ante sí era una poderosa potencia divina, si bien no acertaba a decir a qué orden angélico pertenecía. Se resistía ante el pensamiento impío y blasfemo de estar ante Dios. La figura plúmbea habló de nuevo: “No soy Dios siéndolo, dado que Dios no puede hablar y existir, según tus enseñanzas. Yo soy uno de sus pensamientos bajo forma humana. Luego para ti soy Dios mismo”. El filósofo se desplomó estrepitosamente, y con increíble parsimonia contempló cómo sus propias lágrimas se derramaban contra el frío mármol. A pesar de todo, sus sollozos no le alejaban del pensamiento puro. Y estos pensamientos se encadenaban a una velocidad imposible, siendo verdaderamente consciente por una vez de la solidez del acto mismo de pensar, y además sin perturbarse por el más mínimo estímulo externo. “Acepto tu naturaleza divina, pero no puedo concebir por qué mi mente se encuentra tan clara y mi alma tan poco iluminada por tu candor y por tu amor divinos…” La silueta gris esbozó ahora un gesto grave, y con una voz que retumbó en sus oídos, pronunció unas palabras que el viejo filósofo no olvidaría: “Dios es el silencio por encima del silencio mismo. Mi presencia no puede alterarte ni elevarte; y tampoco te dejará indiferente; como tú mismo compruebas, estás inerme frente a Mí”. El filósofo enmudeció, y advirtió la veracidad de estas terribles palabras: en efecto, pese a sentir su alma henchida de divinidad, se encontraba aplastado frente al ser omnímodo. La “disputa” con aquel ente era estrictamente filosófica, y nada había que alterara su alma, ni nada que perturbara sus emociones, para bien o para mal.


El filósofo decidió seguirle el juego a la estatua: “Si eres Dios mismo, entonces tengo que preguntarte muchas cosas, cosas que han atormentado a mi alma desde que tengo conciencia de ella misma”. La presencia gris asintió grave. “Lo sé, y tu mente se encuentra tan lúcida que estás en óptimas condiciones para formular tales preguntas. Adelante”. El viejo filósofo caviló aún unos instantes, y el diálogo fue como sigue:


Filósofo: “¿Cómo tendré la certeza de que eres Dios, si no siento más que vacío y silencio a mi alrededor?”.


Dios: “Dios no puede hablar más que a través de sus criaturas, y la pequeña porción que alcanzas ahora a descubrir no puede cubrir más que un pequeño grano de arena en un Pensamiento Infinito. Soy Dios porque no hablo en nombre de nadie. Soy sencillamente esa ínfima porción del lógos que todo lo inunda y a todo subyace, y que ahora adopta tu propia lengua humana para dirigirse a ti”.


Filósofo: “¿Cuál es el sentido de nuestra misma existencia y la naturaleza del Ser?”.


Dios: “Su sentido es su existencia. El sentido absoluto sobre vuestra existencia no puede buscarse en el interior de vuestra naturaleza. Ahí radica la paradoja. Esa pregunta es palabrería razonablemente surgida de vuestro acto mismo de pensar. No puedes escapar de tu propio sentido, dado que sencillamente existes, y en tu existencia misma hallarás el sentido que anhelas. El ser todo lo inunda, y no existe más principio de contradicción a esto que el propio cambio infinito”.


Filósofo (algo turbado): “Y sin embargo, no puedo concebir cómo y por qué el mundo es del modo que es, y la razón misma de sentir y pensar”.


Dios (con un gesto de la mano desvía la pregunta, e insta a la siguiente).


Filósofo: “Si no puedo entender el supremo acto de la Creación, ¿cómo voy a tener fe en el sentido de mis actos?”


Dios: “Tus propios actos hablan de ti, y así con tus pensamientos y creaciones. A cada paso de tu alma, me recorres y me abarcas con mayor profundidad. Para una mente filosófica como la tuya, el sentido último de existir radica en descubrirme y descubrirte (que son la misma cosa); y en una mente pequeña y común, tal sentido es encontrado sin cesar en el propio acto de existir”.


Filósofo: ¿Existe vida más allá de la muerte?


Dios: “Todo lo que existe y existirá es vida. La putrefacción de vuestros cuerpos es ajena a la intimidad de vuestra alma, que retornará a mí de infinitas formas, porque de hecho, nunca me abandonó. Algunos de tales retornos os serán agradables y otros no; de algunos seréis conscientes, y de otros no. Ningún hombre puede imaginar su destino tras lo que llamáis muerte. Sin embargo, da por segura la permanencia de vuestra llama, porque es a Mí a quien pertenece. De cualquier modo, el misterio de vuestra disolución persistirá por siempre, porque tal es Mi Voluntad. Concentraos en la vida, porque en la muerte nada podéis”.


El viejo filósofo permaneció callado durante un buen rato, mirando fijamente a la estatua. Su respuesta le pareció de una intolerable y enervante vaguedad, y de semejante inconcreción surgió una dolorosa y persistente semilla de rencor hacia esta divinidad esquiva y atronadora. Pensó y no profirió otras preguntas al hilo de aquélla: “¿Cuál será mi destino tras la muerte?”, “¿cuál el de los malvados?”… Sabía bien que la estatua nada respondería a esto, y una ligera claridad de confidencia en sus ojos de hielo así se lo confirmó. Decidió continuar con otras materias teológicas.


Filósofo: “¿Debemos adorarte de alguna forma?”.


Dios: “No. Dios es continuación y vida”.


Filósofo: “Luego todas nuestras religiones y filosofías de nada sirven…”


Dios: “Vuestros actos y pensamientos os sirven a vosotros para descubrirme a Mí de cientos de formas distintas; tu pregunta no tiene sentido”.


Filósofo: “¿Luego no hay religión o filosofía más verdadera que otra?”


Dios: “Vuestros pensamientos me abordan de mil maneras distintas, y ninguno de esos pensamientos, por muy sofisticado que sea, llegará jamás a alcanzarme”.


Filósofo: “Insisto en que me argumentes a propósito de nuestras doctrinas filosóficas: ¿No hay ninguna en particular que consideres más cercana a tu esencia?”


Dios (bajando la mirada y afectando profunda concentración): “Repito que cada una de vuestras aproximaciones incide en aspectos distintos de Mi Ser, y con mayor o menor profundidad; y todas, a su modo, generan Belleza”.


Filósofo: “Eso sólo esquiva la cuestión. No se puede concebir que una filosofía niegue tu existencia, y que al mismo tiempo incida en algún aspecto de tu ser”.


Dios: “Aquellas filosofías que niegan vuestras pequeñas o grandes ideas de Dios, no pueden negar la Totalidad. No pueden negarme a Mí ni a la Creación. No podéis negaros a vosotros mismos”.


El filósofo no quedó convencido con las respuestas del helador personaje que se decía Dios, y tras un momento de cavilación, continuó por unos derroteros que más le espantaban que atraían: “¿Qué sentido tiene el sufrimiento de los inocentes?”


Ahora Dios calló. De sus ojos se resbalaban lágrimas y su rostro se contrajo por el dolor. El viejo filósofo contempló atónito cómo aquella divinidad lloraba, y no pudo contenerse ante la propia desesperación que le invadió desde lo más hondo de su ser: ¿Dios podía llorar? Y creyó gritar tan fuerte que movió los cimientos del templo y del mundo mismo. La estatua le miró fijamente y vio cómo sus ojos se tornaban más y más oscuros, hasta cubrir todo su iris, atrapándole en el atronador tornado del horror. Y entonces el viejo filósofo pudo ver y sentir los más viles sufrimientos humanos de los que tan sólo tenía constancia en el pensamiento: locura, enfermedad, pena, tristeza, remordimiento, miseria y tragedia; vio hospitales repletos de niños sollozantes, campos de batalla sembrados de torturados cuerpos humanos, famélicos esqueletos hambrientos que cruzaban verjas inútiles, madres que sostenían a sus hijos inertes, locos que construían un mundo de dolor en su pequeña eternidad, y un sinfín de penurias que no sintió como ajenas. Una cartografía del dolor cruzó su mente, y la mayor parte de ese agudo sufrimiento era gratuito, absurdo, duradero y obsceno. El filósofo aún tuvo fuerzas para elevar la vista, clavando su mirada en la silueta impertérrita. Transcurrió un buen rato antes de que se decidiera a balbucear con rabia contenida: “¿Por qué me torturas de esa forma?”, Dios negó con la cabeza. “No lo hago; mis lágrimas y el profundo conocimiento de vuestro dolor es mi respuesta. He querido que sepas cuáles son mis sentimientos y mi dolor, y que veas que a través de vosotros, Yo sufro.”


El filósofo calló de nuevo durante unos instantes, y sintió cómo una fiera y negra cólera se iba apoderando de él. Al fin estalló: “¡¿Pero por qué permites tales injusticias, malvado?!… ¿Acaso te burlas de nosotros?” Dios permaneció impasible durante unos instantes. Al fin contestó: “No”. El filósofo se estremeció y dejó caer sus manos. “¿Por qué al experimentar tu presencia sólo siento dolor y muerte?”… Dios, alzándose como una estatua enorme e inalcanzable, contestó: “Has formulado una pregunta y yo la he contestado. Si me preguntas por la alegría y la belleza del mundo, experimentarás placer y dicha”. Y el filósofo prosiguió aún con otras preguntas, con el ánimo ya menguado.


Filósofo: “Entonces, si estás en todas las cosas, eres todas las cosas y ninguna”.


Dios: “Sí”.


Filósofo (ceñudo y cabizbajo): “¿Formas parte entonces de la naturaleza de las cosas y los hechos más viles y abyectos?


Dios: “Sí”.


Filósofo: “¿Si es así, entonces para qué perseverar en el ejercicio de la virtud y no caer en el vicio, la maldad y la indolencia?”


Dios: “No podéis escapar a vuestra naturaleza y al destino del cosmos entero, que no es ni malo ni bueno. Los mejores de entre vosotros os convertiréis a la fuerza en mis hijos más queridos, porque mejor me conoceréis. Ensanchad el ejercicio de vuestra alma y alcanzaréis regiones ignotas y maravillosas; si no lo hacéis, caeréis en el negro pozo del tiempo, y bajo sus reglas pereceréis”.


Filósofo: “¿Y qué hay de aquellos que no puedan conocerte? Cuyos cuerpos y cuya alma se hayan retorcidos desde su mismo nacimiento, o cuyo destino es perecer tempranamente sin apenas dar cuenta de lo sucedido?”


Dios: “La vida se esparce por doquier; algunos alcanzaréis la dicha y otros no, pero la lucha continúa en un tiempo que no es tiempo. No podréis dejar de nacer, crecer y morir, porque sois los frutos de la Eterna Visión. Ninguna vida se pierde en vano para Mí”.


El filósofo se detuvo nuevamente y se llevó las manos a las sienes en un acto de perplejidad. “Dices cosas terribles con pasmosa e irritante facilidad… ¿Acaso conoces y sientes lo que esto representa para nosotros?”


Dios: “Pese a tu sólida capacidad de empatía no puedes juzgar convenientemente la experiencia vital de tu especie. Vuestra libertad es consustancial a la vida misma, y forma parte de Mí”.


Filósofo (visiblemente acalorado): “¡Eso no son más que necedades! La libertad está ligada a la virtud y a la naturaleza de cada cual, y nadie es capaz de aprehenderla por completo”.


Ante esta afirmación, Dios sencillamente calló, y parecía aguardar a que el filósofo aplacara su cólera. Su silencio era respetuoso y meditabundo, y sus ojos permanecían cerrados. El anciano se calmó finalmente y sintió vergüenza de sí mismo. Decidió que aún seguiría interrogando a la estatua.


Filósofo: “¿Qué sentido tienen entonces nuestros boatos y ceremonias religiosos, qué sentido tiene nuestro homenaje a ti?"


Dios: “¿Qué sentido tiene la belleza de un amanecer cualquiera, más que por el mero hecho de la belleza que suscita? Yo amo la belleza lo mismo que vosotros, y yo amo vuestra belleza”.


Filósofo: “¿Nos amas cuando somos bellos y nos desprecias cuando somos feos…?”


Dios: “Yo no amo, desprecio y odio de la misma forma que vosotros, pese a que os siento mejor que vosotros mismos. Bien podrías reducir mi respuesta a que os amo, sencillamente”.


Filósofo: “Tu amor me resulta doloroso, tanto como el producto de tu Creación”. Dios (esbozando una amarga y leve sonrisa): “Eso es porque ahora me odias, que es como odiarte a ti mismo”.


El filósofo se recompuso las vestiduras y trató de aclarar su mente, tomándose para ello un tiempo que se le antojó un océano. Sus ojos tristes recorrieron de nuevo la superficie del templo, y un sentimiento de nostalgia se apoderó de él; nostalgia hacia algo que no podía identificar y aprehender por completo. La cólera se había disipado, y ahora sólo permanecía enclaustrado en un sentimiento de dulce indiferencia. Ya no tenía miedo de esa aparición que se decía Dios; por el contrario, le invadía un sentimiento eterno de extraña confianza y confidencia. Al fin habló de nuevo: “Tengo la sensación de que hablo conmigo mismo, y que yo mismo me respondo”. Y entonces una sensación de inimaginable y absoluta soledad se apoderó del filósofo, que ya perdió todo interés en continuar preguntando.

Dios asintió ante sus palabras: “Así es”.

El filósofo despertó súbitamente de su trance y observó con una calma pasmosa el precioso firmamento estrellado. Entonces, uno de sus compañeros se le acercó con gran cautela, y le instó a que relatara su experiencia. El viejo filósofo ni tan siquiera le miró, abandonando el recinto despaciosamente. Algunos que le vieron irse afirmaron que su mirada era de lúcida melancolía. Lo cierto es que al anciano filósofo jamás se le volvió a ver envuelto en un acto de teúrgia, y dicen quienes le conocían que retornó a la ciudad y que contrajo matrimonio, y que su vida a partir de entonces transcurrió apaciblemente. Dicen además que partir de ese postrero ritual teúrgico, del que nunca mencionó palabra, escribió abundantemente sobre pergamino y que, según cuentan, su voluminosa obra pereció en Alejandría. No volvió a hablar de filosofía en público ni a intercambiar una sola palabra en simposio o diálogo abierto con otros sabios, y quienes tuvieron la paciencia y el talento de leer sus escritos, convinieron en que abandonó las enseñanzas de los grandes maestros, sin contradecirles abiertamente. Afirman además que pudo haber instaurado su propia escuela, pero que carecía de tales aspiraciones.

Y los que más insistieron en preguntarle sobre este su último acto de teúrgia, sólo obtuvieron por respuesta una enigmática perorata: “Luché contra un espíritu burlón y poderoso, y al final me venció en un absurdo juego de logomaquia”.

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