Zanoni Physician Extraordinary

 


A través de ese líquido verdoso e insano, nuestro enjuto caballero podía alcanzar la morada de sus melancólicos recuerdos. Afuera el frenético paso del tranvía nocturno no le dejaba concentrarse. Encendió un cigarro; el humo del tabaco curaba su insomnio con algo de lucidez, a pesar del penetrante martilleo de sus sienes y el regusto anisado de la absenta en su paladar. Mientras, lágrimas hipócritas recorrían sus angulosas mejillas; y recordando, pensando y castigándose pasaba las noches. Pero no, en realidad nuestro héroe escribía y leía abundantemente, y a veces era requerido para prestar otra clase de servicios más interesantes para el curioso lector de sus hazañas. Era un ser estrictamente nocturno, contemplativo, secretamente libertino y adicto al sector femenino.

La mañana transcurría pesarosa y perezosamente, salvo quizás en aquellos días grises donde el leve repiqueteo de la lluvia le acurrucaba primero y le despertaba prematuramente después; paseaba entonces por los solitarios pasillos de su enorme y desolada vivienda, ubicada en el interior de aquella babilonia abstracta en la que el anonimato era la única forma de vida posible. Vivía solo, o más bien, acompañado por una lechuza deslenguada y un gato de mirada arrolladora. Por alguna extraña razón, ambos (lechuza y gato), rara vez se encontraban, y cuando lo hacían se ignoraban de modo irónico.

Las palabras rara vez acudían a los labios del perspicaz caballero enfundado en traje oscuro, mas cuando pronunciaba largas peroratas gustaba de ser locuaz y terminista. Sufría de alguna clase de esnobismo que podría tacharse de dandismo a destiempo. Le gustaba la contemplación, la espera y el cálculo, y la acción era para él la última de las opciones; sin embargo, no le acusen ustedes de holgazán; era sólo que nuestro héroe jamás tomaba partido si no era estrictamente necesario. Su alma era intrincada, laberíntica y retorcida, y se preguntaba continuamente por los pensamientos de Poe, Bécquer y Bierce, a los que consideraba sus padres espirituales… A veces se sorprendía a sí mismo hablando con tales eminencias, interpelándoles acerca de las cuestiones más variopintas y absurdas. Normalmente no contestaban, pero cuando esos buenos hombres parecían hacerlo (con frecuencia, en pleno delirio alcohólico), nuestro silencioso caballero se limitaba a esbozar una leve mueca irónica. No solía despeinar su corto y negro cabello, y su aspecto general era pulcro, si bien se hallaba dotado de un atractivo toque de desaliño que testimoniaba su masculina condición.




Ahí le vemos, en un salón semiolvidado, invadido por esa misma neblina terrosa que se arrastra perezosa por toda la vivienda. Se detiene durante un rato ante un retrato que cuelga lánguido de una pared desnuda y agrietada; un antepasado le devuelve la mirada con cierta altivez. Los ojos de aquel pariente son almendrados y de un gris lunar, como de muerto; el rasgo más sobresaliente de su rostro aguileño es un mentón prominente que recuerda algo a la nobleza medieval, aunque bien mirado, el antepasado afecta una clase de afeminamiento y elegancia próximos al señorío dieciochesco.


I


Zanoni paseaba por los vacíos corredores de aquella residencia semiabandonada que llamaba hogar, donde pensaba y soñaba con desparpajo. La mayor parte del tiempo la pasaba recluido en un despacho amplio y cavernoso, donde dos sillones de piel dejaban entrever una robusta mesa de escritorio cubierta por una deliciosa capa de polvo; sobre ella se apilaban en curioso orden tomos de magia, metapsíquica y tenebrismo; un ordenador desfasado coronaba el conjunto, derramando una luz rielante sobre fotocopias, notas y cuadernos.

¿Y qué podríamos decir de un hombre observando su biblioteca? De nuestro héroe, mucho y abundantemente… pero dejemos esa estéril y libresca tarea para sus probables biógrafos y dediquemos un momento a un día en particular de su larga y provechosa vida: era un viernes, quince de noviembre de 20** y hacía frío y llovía copiosamente. Asomándose a una de las ventanas del ala oeste con aire melancólico, fue capaz de percibir un cambio en la calle: un solo hombre de cabello ensortijado y anteojos dorados, cubierto por un elegante abrigo azul, le escrutaba desde la acera de enfrente. Lo cierto es que Zanoni creyó distinguir una sonrisa sardónica en aquel sujeto expulsado del limbo. Incómodo, sostuvo de mala gana aquella mirada pegajosa e irritante. El extraño solitario sostenía lo que parecía ser un maletín, al que finalmente dedicó toda su atención: lo abrió y de él extrajo un ordenador portátil; lo sostuvo y tecleó; un sonido metálico alertó a Zanoni de un nuevo correo electrónico.

Zanoni no acudió precipitadamente a comprobar lo que parecía ser un nuevo encargo, quizás una información anónima, sino que deslizó su huesuda mano a la cámara analógica que yacía en una mesita auxiliar. Con toda la delicadeza que pudo reunir, capturó la imagen a través de la ventana y dio un paso atrás, no sin antes guiñar un ojo al recién llegado. Abrió su correo y leyó: “A ambos nos interesa saber lo que ocurrió en el laboratorio. Esta noche reúnase conmigo junto al puente metálico”.

Zanoni corrió de nuevo a la ventana, confuso. El extraño se había esfumado; reculó, abrió el primer cajón, bufó cariñosamente al gato que se le venía encima, ansioso, y zarandeó las llaves del Reaper. Decidió salir inmediatamente, no sin antes comprobar el estado de sus cerraduras; satisfecho e incómodo con esta precaución, abrió la trampilla que conducía al sótano y eludiendo algunas telas de araña, alcanzó su vehículo, la réplica perfecta de una deportiva, elegante y fúnebre máquina concebida durante los frenéticos años treinta del pasado siglo. Y sentado cómodamente en el sillón de cuero del piloto, un torrente de dolorosos recuerdos acudió puntual a la cita.




Relatemos, pues, lo acontecido un mes antes.


II


La observó de arriba abajo; una joven baja y de deliciosas formas, vestida como una rica cortesana; una falda escandalosamente corta y gran escote, un abrigo de piel de leopardo y grandes tacones negros. “Si no fuera tan guapa la llamaría hortera”, se dijo Zanoni. Ella se incorporó cuando entró en la habitación y ambos se miraron intensamente; una química perversa les perfumó de lasciva incomodidad, roto por un oportuno gesto de nuestro protagonista. Ella se sonrió, pareció ruborizarse y finalmente se decidió a hablar: —Dr. Capa-de-Fuego, tengo que hablarle de un asunto que requiere su… especial tacto. —“Estoy seguro”, pensó Zanoni. “Habla castellano con perfecto acento francés. Veremos dónde nos lleva todo esto; a juzgar por la lágrima del retrato de mi antepasado, la cosa no pinta bien”.




Una vez en su despacho, la dama habló sin tapujos, tras un delicioso recorrido por las estanterías del visitado. Zanoni adoraba a las personas atentas y curiosas, mucho más aquéllas que detienen su vista sobre los libros ajenos. “Por sus libros y caligrafías los conoceréis”, solía decirse. Seguía clavando sus ojos de muerto sobre la dama: “Exuberante, bella y analítica: interesante y explosiva combinación… Con seguridad, una preciosa fachada que alberga dolorosas medias mentiras”. Finalmente, la dama pareció despertar de su letargo y, sin mirar a Zanoni, se dispuso a exponer el motivo de su visita: al parecer, Rebis, una heterodoxa empresa farmacéutica bien conocida por homeópatas y neorrosacruces, había descubierto algo… valioso, algo que dañaba los intereses de Medusa, un poderoso emporio del que mucho hablaremos; pues bien, ayer mismo el laboratorio principal de Rebis amaneció consumido por las llamas; sus datos y resultados, robados, incluyendo ese algo de la discordia.

Zanoni se recostó sobre su sillón de cuero y adoptó una postura nada elegante, se diría que zafia. Enseguida se incorporó, mirando fijamente a la dama. —Será un placer ayudarla, señorita… —La interpelada no se inmutó, manteniendo sus ojos fijos en el frío suelo de mármol. —Mi nombre, Dr. Capa-de-Fuego, poco le importa; podría darle cualquiera… La diferencia entre lo falso y lo verdadero carece de importancia para resolver aquello que tenemos entre manos. —Zanoni pensó en contradecirla, pero al fin y al cabo era consciente de que la sonriente conclusión de la bella se revelaba como cierta en la mayoría de los casos, así que accedió a continuar con aquella conversación a media luz. La dama se limitó a encender un cigarrillo electrónico, produciéndose un inesperado y largo silencio, un rato que Zanoni aprovechó para observar detenidamente el halo de la recién llegada: era de un verde intenso, ribeteado por haces azules que delataban una peligrosa frialdad; y a pesar de todo, su pecho emanaba carmesíes y blancos. “No lo entiendo”, se dijo nuestro héroe. “Es el halo de una persona vulgar, se diría que mezquina, y sin embargo exhala un vapor virginal”.

—Entérese de qué ha sido robado y dígame quién lo tiene.

La dama se incorporó, y sin mediar palabra dejó un disco duro externo sobre el escritorio del enjuto caballero. Antes de salir dando un portazo, obsequió con un guiño a nuestro protagonista.

“Estoy enamorado… creo”.


III


Durante dos noches de vigilia y tres días de duermevela, Zanoni pudo recopilar la suficiente información como para ausentarse de su zoroástrica caverna provisto de uno o dos motivos; así que se dirigió presto a reconocer el chamuscado laboratorio. “La policía habrá hecho su labor, las pruebas habrán sido removidas y manoseadas. Soy un falso investigador que llega tarde y un futuro delincuente”. Sonrió ante la idea: vídeos, nombres, rostros, direcciones… e intenciones. ¿Pero cuáles eran los verdaderos motivos de la desconocida? Descubrió en la red que era una cabaretera parisién… y a juzgar por el tenor de los vídeos, dotada de turgentes y curvos dones. Probablemente una espía contratada por sus enemigos, ¿pero cuál de ellos? Inmiscuirse en los asuntos del cliente no entraba dentro de sus propósitos inmediatos y, sin embargo, no debía evitar preguntarse de qué iba realmente todo aquello.

El ocaso se abatía sobre la carretera, abanto, mientras notaba cómo chirriaba el asiento del Reaper. “Todo lo que adoro funciona mal; mi misma mente va a ralentí”. Su objetivo estaba ubicado en un polígono industrial, a unas dos horas de camino; sin embargo, Zanoni no pensaba darse prisa. Detuvo el vehículo en la mar suburbana, justo donde el puente metálico se hacía uno con la línea de la meseta; había decidido disfrutar un poco del viento helado, al filo de la ciudad. Se apoyó perezosamente en el capó, siguiendo con minuciosidad el paseo torpón de una sombra colmada por una enorme chistera. Retoños callejeros había en abundancia y de muy diversa índole, pero entre ellos destacaban los coperos: adolescentes de cabello hirsuto y piernas cortas que adornaban sus cabezas con sombreros estrafalarios (de copa, normalmente); la vestimenta de éstos era invariablemente oscura y atolondrada. Quien se disponía a hablar con Zanoni era Lemo, insigne copero y afamado pirata informático.




—¡Hey! Norrecuerdo que fueratí aquien restañé ayer. Bajtaardo. —Los coperos mantenían un tipo de grotesco dialecto suburbano, extremadamente difícil de descifrar, y en el que lo que se decía no era tan importante como el contexto en el que se decía. Zanoni renunció a comprender a su interlocutor a través de sus pseudopalabras, centrándose en los rasgos de su cara: los ojuelos rollizos y los cachetes aniñados de Lemo sonreían con despreocupación, interrumpiendo su orgiástica felicidad para apartar por unos segundos los mechones ensalivados de color caoba, lo mismo que enderecharse la chistera.

—Estimado amigo Lemo, cuánto tiempo —Zanoni sonrió a su vez, complacido por disponer de tan insigne aliado—. He compartido contigo lo que sé. Ahora te toca decirme qué has averiguado.

Lemo gesticuló arcano, mientras le propinaba palmadas violentas al Reaper. —Nah, yapasso de no, de no entrar ahí. La he vijto y no quiero, pse, nah. —Zanoni decidió centrarse en todos los aspectos del variopinto ser: poco se podía deducir del halo tibio y lechoso del sujeto, que denotaba un candor latente y una inteligencia poco común; de sus gestos, sin embargo, se podían extraer algunos detalles jugosos. A las ulteriores preguntas de nuestro héroe, a quien no quedó otra que tomar la iniciativa habladora, Lemo respondía con asentimientos, encogimientos de hombros, parrafadas gritadas o susurradas y caídas de ojos. Y entre unas cosas y otras, Zanoni dedujo las siguientes cosas: la primera, que Medusa no había robado ni quemado el laboratorio de Rebis; la segunda, que pretendían engañarle… pero Lemo desconocía a su bella cabaretera; y la tercera, que León Espiliado, su archienemigo, le estaba vigilando de cerca. Estos tres elementos eran alarmantes por sí solos, y sólo del segundo no cabía dudar. ¿Por qué Medusa carecía de información?, ¿acaso la parisién fue contratada por León?

Con estas y otras dudas en mente, el enjuto caballero despidió a Lemo con una cortés e irónica reverencia y continuó observando el anochecer unos minutos. A ambos lados de la carretera apenas se vislumbraba; las luces alumbraban escasamente y los árboles eran pocos, así como los vehículos que circulaban en el carril contrario. La niebla no paraba de espesarse en aquella tarde de octubre.

Así llegó Zanoni a su destino.


IV


Rebis se ubicaba en un edificio rectangular que recordaba un búnker, revestido de un gris plomizo que desviaba las miradas. Mas lo que hubiera provocado tristeza a las personas comunes, conmovió a Zanoni. Había algo de reconfortante en aquellas formas funcionales, rectilíneas, implacables y, a su manera, decadentes. El enjuto caballero aparcó el vehículo en la calle contigua y paseó describiendo el perímetro de toda la manzana. Apenas hubiera habido forma de saber que allí se produjo un incendio, si no fuera por una cinta de balizamiento policial colocada en la entrada principal. Nuestro héroe exhaló nervioso y enfurruñado y se enfundó los guantes con parsimonia. El vehículo de vigilancia privada no haría acto de presencia hasta dentro de veinte minutos, tiempo suficiente para entrar y salir.

Aplicó el cortador de vidrio a la ventana opaca más cercana, describiendo un círculo perfecto. La abertura fue lo suficientemente amplia como para permitir la entrada de su antebrazo, y con un certero giro del pestillo, nuestro silencioso allanador ya estaba dentro. Lemo había cumplido con su parte del trato, desconectando el circuito eléctrico del recinto. El pasillo que se abría ante sí olía a material sintético y cables quemados, una fragancia asombrosamente familiar que le alivió. Podía escuchar sus propios pasos amortiguados mientras se internaba en la plena oscuridad: a Zanoni no le hacían falta luces para ver en la oscuridad, tenía ojos de gato. A medida que ascendía, la atmósfera se iba haciendo insoportable; el hedor de mil y un productos químicos anegaba el último piso, aliándose con la inconfundible fragancia del plástico quemado. Ahora nuestro héroe se vio obligado a extraer un lustroso pañuelo blanco y llevárselo a la cara, con el fin de no intoxicarse.




Allí enfrente estaba el laboratorio de la discordia: una espaciosa estancia de techos altísimos que otrora fue de blanco radiante, se encontraba ahora en absoluta ruina: cristales rotos y aparataje ceniciento yacían esparcidos por doquier, ralentizando el avance de Zanoni. Nuestro investigador poco sabía de procedimientos y protocolos policiales, y desde luego, carecía de equipos de investigación sofisticados, luego cabría preguntarse de qué manera eran útiles sus conocimientos y en qué consistían sus habilidades detectivescas. Ambas cuestiones se resolvían mediante la pura mirada de un alma entrenada. Pues bien, observemos: Zanoni se dirige a la esquina más lejana y umbría y desde allí lanza su mirada al otro extremo de la estancia. Sus pupilas se dilatan muy lentamente, impidiendo el pestañeo; así comienzan a desubicarse los objetos ante su mirada, segregando la luz que contienen. Porque como bien saben los que saben, toda situación trágica, violenta o macabra, deja su rastro de contraluz. Y aquella oscuridad habló por sí misma.

Zanoni pareció despertar de su letargo, visiblemente impresionado y azorado. Se arrastró como pudo hasta el otro extremo del laboratorio, magullándose y rasgando su traje de pana castaño. Desplazó un armario con desparpajo, sin importar el estruendo que, sin lugar a dudas, estaba provocando. Allí pudo palpar una casi imperceptible línea en la pared, que anunciaba una portezuela. Si bien con la corriente eléctrica del recinto activa hubiera sido imposible abrirla, ahora, con una simple palanca y un poco esfuerzo, el investigador fue capaz de penetrar en sus misterios. Pero el humo también había logrado destruir el oxígeno del escondido habitáculo, provocando un peligroso ataque de tos a Zanoni. Cuando se hubo disipado la tóxica neblina, su estupor fue mayúsculo: el cuerpo de un hombre en bata blanca yacía en posición fetal, recostado contra la esquina derecha. El primer pensamiento del investigador, comprobando además la carencia de halo del sujeto, fue concluyente: se trataba del cadáver de uno de los químicos que, o bien trató de refugiarse del ataque de los ladrones pirómanos, o bien de preservar algo, pereciendo a causa del humo.




Zanoni registró hasta el último de los bolsillos del malogrado científico, sin éxito. Quizás sólo había huido, permitiendo a los ladrones hacerse con el botín y resultando muerto después, en un irónico giro del destino. Pero no, su daimón continuaba asediándole con punzadas: algo se le escapaba, por lo que decidió mover y palpar al cadáver (entre asqueado y fascinado por su rigidez), así como examinar de cerca las paredes y el techo del habitáculo. Nada. Frustrado, el investigador miró fijamente a los ojos azules del muerto: su expresión era extraña y su mandíbula inferior sobresalía ligeramente. Zanoni abrió mucho los ojos, haciendo presión sobre los dientes del fiambre, más o menos como se abre la boca a un perro o un gato para hacerle tragar sus medicinas. Y tal y como imaginaba, halló en su gaznate una pequeñísima pipeta sellada que parecía contener un líquido traslúcido como el agua. Sin lugar a dudas, aquel infeliz trató de llevarse a la tumba su particular tesoro, pereciendo antes de poder tragárselo. En efecto, el investigador sostenía en la palma de su mano la salivada recompensa en virtud de la cual aquel recinto había sido quemado. ¿Cómo adivinar qué contenía ese trocito de vidrio? Pero pronto descubriría Zanoni que aquel no era el más inmediato de sus problemas.

—¿Quién anda ahí? ¡Eh! Te he oído. La policía está en camino.

La seguridad privada del recinto cayó en la cuenta de sus desmanes, y no había forma de escabullirse de allí sin ser visto. A través de la portezuela entreabierta pudo ver cómo un guardia de seguridad lanzaba el haz de luz de su linterna hacia el otro extremo de la habitación. Aún le quedaba tiempo, así que se arrastró penosamente hacia una de las mesas; descubrió para su escarnio la estela de cenizas que dejaba mientras se escurría como un lagarto por el suelo. El guardia centró repentinamente su atención en su dirección, alumbró y comenzó a andar. El investigador tenía dos opciones: darse a la fuga u ocultarse tras uno de esos enormes muebles blancos… ¿Y por qué no dentro? Zanoni deslizó su brazo izquierdo sobre la resbalosa y fría superficie de un cajón, y probó a tirar de la puerta sin hacer ruido. Extremando el sigilo adquirido en el transcurso de interminables horas de introspectiva soledad, nuestro héroe se sumergió en una cavidad estrecha que apestaba a pintura sintética. “Si se trata de un duelo de silencios, ganaré”.

Mas el guardia insistió: —¡Eh! ¡Sal de tu escondite, cabrón!


V


León Espiliado, desconocido experimentador de ciencias ocultas, esperaba fuera del incendiado laboratorio de Rebis. Había seguido a Zanoni desde su encuentro con Lemo y le había visto allanar el edificio. Y allí permanecía, encorvado y descontento, mirando inquieto la pantalla fantasmal de su tableta. Una sofisticada aplicación informática le revelaba la posición exacta de su odiado rival.

Su aspecto era impecable y, sin embargo, lucía desvaído: un traje arrugado y estrecho lo amordazaba, asfixiando cualquier atisbo de atractivo viril. Murmuraba y juraba en arameo mientras zancajeaba por la acera, bajo una farola sin luz. Y cuando ya se disponía a entrar, ciego de impaciencia, pudo divisar el vehículo de la seguridad privada del polígono, al tiempo que escuchó un estruendo zigzagueante que emanaba del interior del edificio. El coche se detuvo bruscamente a la altura de la entrada al recinto, donde la cinta policial; se escuchó el freno de mano y se bajó, torpón, un vigilante ahogado en un ridículo uniforme burdeos, a quien escuchó musitar algunas palabras malsonantes. León se encontraba a cierta distancia, amparado por la oscuridad. “Esto se está poniendo muy mal: si le descubren todo se complicará”, pensó. Así que se puso en marcha, con violenta decisión.

León se detuvo en el umbral, parsimonioso, y observó. El tipo de seguridad era regordete y desagradable, calvo y malencarado. “De mis preferidos… Y las cámaras no funcionan: ese repugnante Lem lo ha apagado todo. Es mi momento”. El ocultista de triste figura murmuraba inadvertidamente, rechinando los dientes, siniestro, a medida que las escaleras iban sucediéndose como en un sueño. El desgarbado personaje de ensortijado cabello avanzaba distinguiéndose a contraluz, dibujando una escena expresionista de singular belleza. A decir verdad, se debatía contra un inconfesable impulso homicida, acariciando la empuñadura marfileña de su más preciado puñal contra el pecho. Era tal el silencio que podía escuchar cómo su corazón retumbaba, e iba saboreando el momento hasta en sus más mínimos detalles: allí delante, la narizota blanda del segurata resoplaba desasosegadamente y sus mismos miembros parecían desarticulados e inútiles, el ceño fruncido del abotargado individuo se iluminaba de un modo peculiar por el haz de luz que desprendía esa linterna. León parecía no querer que aquello acabara: en esos suculentos minutos de ascensión hacia la fuente del estruendo, su impaciencia se calmó, consolidando en su magín un odio sereno y hondo por aquel pobre infeliz. Pero la onírica y apaciblemente mortífera escena se derrumbó cuando el vigilante interpeló por primera vez al allanador. El barriobajero tono de voz del segurata tuvo un efecto devastador en la mente del psicótico ocultista, que esta vez sí desenfundó el puñal en toda su extensión, aguardando en el umbral de la entrada al laboratorio.

—¡Eh! ¡Sal de tu escondite, cabrón!

Allí debía encontrarse ese frío ateo de Zanoni (el punto azul de la tableta así lo revelaba, al menos), por lo que León se vio en la necesidad de actuar con celeridad. Pegó un puntapié a la pared y bufó como un perro (fue lo primero que le pasó por la cabeza). El vigilante se sobresaltó y corrió hacia la puerta, vociferando en un argot ininteligible. León procedió a descender frenéticamente las escaleras, articulando carcajadas maníacas mientras así lo hacía. Esa estampida en forma de cebo, en la que el segurata creyó ver una huida, generaba en el ocultista esquizoide un furor arduo de ser descrito: sucesivas corrientes eléctricas atravesaban su cerebro, provocándole una lúcida ebriedad de sangre: a cada zancada pugnaba por no girarse en redondo y apuñalarle cientos de veces, de gritar como un salvaje y quemar los restos de su presa, tal y como había presenciado en uno de sus viajes a África. Pero un momento… ¿y si el abotargado individuo ataviado con un ridículo uniforme burdeos blandiera un arma de fuego? Aquella idea barnizó su futura acción con un color de autodefensa que le entusiasmó: León no sería un asesino, sino un ciudadano anónimo que se defendería de su sucio agresor. ¡Soberbio! Lo cierto es que el regordete le perseguía bamboleante e ineficaz, y poco pudo hacer para evitar que el huido traspasara la puerta principal. El vigilante jurado, apostólico y romano traspasó el umbral, y su último recuerdo consistió en una dentadura perfecta en actitud sonriente y maligna y un dolor agudo en sus costillas.


VI


Zanoni notó cómo las pisadas del vigilante se prolongaban en la lejanía. Creyó oír asimismo carcajadas y gritos contenidos. No obstante, decidió esperar aún unos minutos para salir de su escondrijo, sumiéndose en un letargo programado de los que solía manifestar en tales situaciones de peligro.




Incorporándose, vio que se hallaba de nuevo en el habitáculo. Observó con calma cómo el científico muerto abría la boca, bostezando, pero en lo que debió de ser su garganta descendía un laberinto tortuoso que le invitaba a penetrar en un calabozo hecho de madera, cuya techumbre estaba formada por la pura roca de una caverna subterránea. Un primigenio terror que erizó todos los cabellos de su cuerpo le sobrevino por causa de las criaturas que allí habitaban, dado que cientos de bulbosos y grotescos arácnidos infestaban la estancia. Confraternizando con espantosas arañas rojas del tamaño de gatos se hallaba; horrendas criaturas que le manoseaban obscena y despreocupadamente, conscientes de su existencia y, sin embargo, indiferentes.

En ese momento despertó; le picaba todo el cuerpo. Zanoni no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que el vigilante penetrara en el laboratorio. No podía permitir que le descubrieran, y mucho menos en posesión de aquel macabro y enigmático trofeo… que por cierto no recordaba haber guardado; se palpó alarmado los bolsillos del afeado traje. “Lo tengo”, respiró aliviado. Emergió con sumo cuidado de su escondite. “Silencio: ni rastro de viviente alguno”. Volvió sobre sus pasos con el fin de asegurarse de no haber dejado un rastro visible que pudiera incriminarle. De súbito las luces de la calle se encendieron: la caída eléctrica provocada por el copero había llegado a su fin y debía salir de allí cuanto antes. Descendió a trompicones por las escaleras del oloroso edificio y su mera presencia hizo saltar la alarma, al sobrepasar la puerta de entrada; atónito, se detuvo a contemplar al vigilante tendido en un charco de su propia sangre. Con un suspiro extrajo del bolsillo interior de la americana un teléfono móvil.

—¿Detective Villarroel?… Zanoni. Venga ahora mismo al edificio de Rebis. Montaba guardia, sí. La alarma se ha disparado y hay un vigilante herido de muerte.

Las sirenas de la policía y la ambulancia no se hicieron esperar. Nuestro enjuto caballero no podía permitir que aquel hombrecillo se desangrara y además no había forma de salir sin que las cámaras captaran su presencia. Estaba seguro de que aunque lograra sortear muros y maderos, acabarían por pillarle. Había que jugárselo todo a una carta: apelar a la camaradería académica en la figura de Diego Villarroel, un joven oficial de policía con quien mantenía una discreta relación de correspondencia electrónica, a colación de determinados datos historiográficos.

Zanoni observó a un grupo de individuos atravesando el cordón policial, nimbados por la parpadeante luz blanquiazul de los vehículos policiales. A pesar de la noche y la niebla, les conoció por sus semblantes.

—¿Cómo tú por aquí? No te hacía espiando corporaciones farmacéuticas.

A Villarroel se le reconocía por sus ojos redondos y sus anteojos oblicuos de metal pulido. Un rostro inteligente se abría paso a través de dos cortinas de pelo castaño que caían uniforme y disciplinadamente sobre sendas mejillas. Sus labios describían una línea horizontal perfecta que rara vez se ondulaba. No podemos afirmar que el detective “apreciara” a Zanoni: para su descriptiva mente, los objetos de la realidad exterior consistían en singulares formas geométricas extraídas de un videojuego muy realista. Éstos se movían en virtud de ejes y líneas verdes y rojas, describiendo arcos y saltos. Pero digamos que sí: Zanoni le caía bien porque rara vez le había visto articular palabra; de ahí que prefiriera las exquisitas líneas que la ortografía perfecta de aquél le obsequiaba, a través de la pantalla de su ordenador portátil. Para Villarroel, el contacto con las personas a quienes estimaba en plano constituía un fastidio, una impertinencia… Un hecho acientífico. Mas poco se ocupaba nuestro sabueso en menudencias de esa laya en aquel momento, pues se traía entre manos una mejor y más productiva tarea: analizar minuciosamente los más nimios detalles de la escena del crimen. Si nos representáramos dicha escena en una imagen bidimensional, como así hacía nuestro marcial detective, observaríamos a los sanitarios a la derecha, reanimando al maltrecho vigilante, mientras leves salpicaduras sanguinolentas se esparcían desde su posible origen: esto indicaba un súbito apuñalamiento y una posterior huida. A la izquierda, Zanoni de brazos cruzados, visiblemente hastiado y fatigado; los zapatos de éste no coincidían con las patizambas pisadas que se dirigían hacia la puerta principal. A pesar de que su “colega” investigador quedaba descartado como autor del (intento de) homicidio, no cabía expulsarle de la escena: ¿qué hacía allí a esas horas?, ¿por qué su traje estaba manchado de ceniza? Él estaba implicado en todo aquello, sin duda.



Nuestro héroe se acercó a Villarroel pero las otras siluetas le impidieron el paso, apartándole del cuadro hiperrealista que tramaba el investigador. Con mecánico ademán le registraron e inquirieron sobre todo tipo de detalles; el tono calmo de Zanoni les convenció y decidieron no esposarle. Le aguardaba lo que quedaba de noche y todo el día de mañana sin pegar ojo, atado a la fría sala de interrogatorios de un suburbio cercano.


VII


El cielo caía a plomo sobre aquella ciudad en algún lugar de la meseta. Pinceladas de óleo ocre y líneas difuminadas de grafito manejaban con soltura un triste lienzo. Una masa nubosa enorme, ora blanca, ora gris, transcurría lenta pero implacable por sobre el conjunto, desoyendo la niebla y la llovizna que se desprendían de sus cirros en forma de serpiente. Zanoni observaba la escena con sus brazos apoyados sobre el alféizar, cual niño desconsolado. Él lo sabía: un año daba paso a otro, lánguido, consolidando una sensación de familiaridad que en el fondo adoraba. Afuera chillaban los mozalbetes, persiguiendo toros a palos, entretanto la fiesta alcanzaba un calculado alarde de estridencia. Como era habitual, había mucho ruido rodeando el silencio de su alma hueca.

Nuestro héroe palpó la pipeta que había salvaguardado en un bolsillo secreto del pantalón, preguntándose en qué consistiría su valioso tesoro.

—El vigilante ha sobrevivido. Ha sido una suerte que… merodearas por allí.

Apenas le rozó la ironía de Villarroel, quien tomó asiento en aquella habitación mal iluminada por un tubo de neón blanco. Zanoni no pronunció palabra; había pergeñado una historia que explicaba su presencia en aquel polígono aciago: un cliente anónimo le había dado una pista, así que fue a investigarla; mientras montaba guardia en su vehículo, escuchó una alarma y vio a un tipo salir atropelladamente del recinto (no pudo verle la cara); se acercó a curiosear y descubrió al malhadado vigilante.

—Es tan fácil y tan difícil morir. —comentó distraído Zanoni.

El detective devoraba sus anotaciones. No parecía contento, pero a decir verdad así era él. Tras unos minutos de tribulación y suspiros irritantes, se decidió a hablar: —Escuche… Zanoni. Es libre para marcharse. Huelga decir que creo firmemente que no me está contando toda la verdad, pero no hemos podido demostrar su vinculación con el asesinato… y la accidental muerte de uno de los trabajadores del laboratorio. En cuanto al allanamiento…las huellas son confusas. Ah, y por cierto, aún aguardo esas ediciones digitales del Monstrorum Historia. —Villarroel sonrió como sólo saben hacerlo los asociales narcisistas.

Durante el camino para retomar su Roadster y a casa, nuestro enjuto caballero tuvo tiempo de pensar. Comprobó numerosas llamadas perdidas desde un número de teléfono desconocido. Ni se inquietó. “Será ella, tratando de saber en qué me he metido”. A Zanoni no le importaba mucho que León anduviera a la zaga, aunque sintiera por él un profundo desprecio intelectual. Se habían conocido a través de un célebre universo digital, ambos buscando pistas sobre oscuras referencias bibliográficas. Y si bien su presentación fue cordial, pronto el vampirismo exacerbado de León acabó por hartar a Zanoni, para quien las relaciones “intensas” no eran más que el producto de naturalezas vulgares que rehúyen la soledad. Por si fuera poco, León era un “practicante” de ciencias ocultas y no un investigador en toda regla, algo que nuestro héroe apenas podía tolerar.

Rebis y sus interrogantes: ¿qué podía haber hallado la corporación farmacéutica que traía locos a maleantes, charlatanes, parapsíquicos y ocultistas? Zanoni no creía en las sandeces de la transmutación ni la iluminación alquímica: debía tratarse de un caso típico de competencia comercial. En cuanto a la sustancia de la pipeta, sin lugar a dudas tenía en sus manos un compuesto de gran valor económico para las industrias textil o farmacéutica. Su natural inclinación a la metafísica no restó un ápice a su tradicional descreimiento sobre la torcida naturaleza humana. El primer paso, conocer a ciencia cierta la composición de la pipeta infernal; el segundo, librarse de ella. Así que se apresuró por las callejuelas adoquinadas que conducían a su hogar… y cuál fue su sorpresa al divisar una silueta embozada lanzando intensas miradas al ojo de buey ubicado en la fachada de su vivienda, de hecho, uno de las dos únicos medios de echar un vistazo al mundo exterior.

Apagó las luces del vehículo y aguardó silente: no se percibía apenas ruido ni circulación en esa vetusta parte de la ciudad. El sujeto entraba y salía de su portal, con evidente impaciencia, pero lo que más inquietaba a Zanoni era la peculiar forma de moverse de éste: parecía más una alimaña olfateadora que una persona; catapultada por pequeños espasmos eléctricos, sus miembros zarandeados al son de una melodía macabra orquestada por un titiritero invisible. A decir verdad, parecía deslizarse más que caminar. En un instante, el sujeto torció su entrópica cabeza en dirección al vehículo y comenzó a avanzar hacia él, con brío fantasmal. Había que hacer algo; pensar rápido. Encendió las luces de carretera, se bajó del Roadster y concentró su mirada en la silueta: nada. Pareció esfumarse. A Zanoni se le iba a escapar el corazón del pecho. Con violencia inusitada, el sujeto reemergió detrás del vehículo y nuestro héroe dio un respingo. A esa distancia hubiera sido capaz de percibir sus rasgos, pero el hecho terrible es que la silueta carecía de ellos, pese a contrastar con la oscuridad dominante. El enjuto caballero retrocedió, esta vez sin alterarse; sabía que la presencia no se arredraría ante las armas de fuego o sus amenazas. Sin tiempo para reaccionar, el ente le rodeó con sus extremidades y se sintió desfallecer bajo una presión indolora mas atenazante, con la frialdad y el calor del hielo; estaba completamente petrificado, envuelto en un sueño sin sueños del que trataba infructuosamente de despertar; volvió a repasar de memoria todos y cada uno de sus movimientos desde su purgatorio policial: ¿aún estaba despierto? Aquella situación era angustiosamente real y eso le golpeaba con el azote al miedo a lo desconocido. No podía pensar; restaba dejarse morir contemplando la niebla plomiza de una tarde más de octubre.




Incluso en aquel estado semiinconsciente escuchó a la muchedumbre irrumpiendo en la vía. Los adoquines vibraban con miles de pisadas y risotadas que fluían en la onda de una panoplia portadora de antorchas; ahí se hallaban representantes de todas las clases sociales de la ciudad, al unísono escandalizando. Zanoni decidió unirse a ellos. ¿Adónde había huido la sombra que quiso darle muerte? Contempló el rostro de la Virgen de las Lágrimas Negras, sostenida por invisibles lomos plebeyos, ribeteada por lentejuelas de falso diamante y pan de oro; subiendo y bajando azotada por la marea erigida sobre cientos de manos, al son de gritos, letanías y tambores. Una virgen de pálido rostro, vestida de púrpura. Zanoni asió en alto una antorcha que alguien olvidó en el adoquinado, dispuesto a integrarse en el rebaño goyesco… Y así anduvo hasta el final de la empinada calle, mirando con nerviosismo en derredor; pugnando por desligarse de sus enloquecidos congéneres, que ya alcanzaban el callejón de subida a la Catedral Vieja, donde las puertas abiertas daban la bienvenida a la imagen y sus feligreses ciegos.


VIII


Nuestro lloroso y anulado héroe consiguió asirse a los balaustres que conducían a la Torre de Jerónimo, a duras penas gateando mientras gemía. La algarada se comportaba como una bandada de aves migrantes, al unísono desprendiéndose sobre las naves del lugar sagrado, maltratando a los curas que aquí y allá trataban de imponer orden y salvaguardar la imagen. Zanoni apenas se dolía de las magulladuras que los escalones de piedra le provocaban, afanado como estaba por seguir despierto. Los innumerables rostros de los feligreses aparecían y desaparecían raudos ante su trastornada mirada: risas, lloros, burlas, cantos, escupitajos, peleas, abrazos y besos. Un cuadro sinóptico de la naturaleza humana que le asqueaba y que, sin embargo, no cambiaría ni por todo el oro del mundo. En algún momento, a mitad de camino de la Torre, unos brazos le asieron, cargándolo cual fardo abanto cabe la entrada de un túnel cuya luz insinuaba la presencia del seglar encargado del cuidado de los calabozos.

Ni siquiera Zanoni supo en qué momento fue capaz de ponerse en pie y tomar el primer recodo, penetrando en una estancia cuyos únicos muebles eran unas estanterías baratas de metal, tan altas que acariciaban un techo construido con la misma piedra lisa, plomiza, triste e inspiradora sobre la que se erigía el resto del edificio. Todo estaba sucio y olía a cerrado; era un olor intolerable para los habitantes del mundo exterior, pero que las ratas de anteojos que allí moraban consideraban consustancial a su imaginación atrofiada. Había muchos papeles que aparentaban ser documentos burocráticos esparcidos en el friísimo suelo, creando la sensación en el visitante de que en algún momento durante los últimos años, unos trabajos de acondicionamiento se abandonaron a favor del olvido.

Zanoni ya vagabundeaba entre los lomos grises de los tomos que colmaban las baldas polvorientas, cuando se topó de bruces con un anciano achaparrado al que precedía una bizarra nariz. Unas cejas díscolas se arquearon, sorprendidas, al encontrarse con el maltrecho visitante. —Nadie viene a verme ya sin una buena razón —, inquirió el viejo ratón embutido en un traje gris de los años setenta. Nuestro héroe no contestó, afanado en leer la jeroglífica leyenda adherida a la base de los estantes. “O… onirocrítica”, adivinó por fin. El seglar que hacía las veces de bibliotecario insistió:




—¿Has visto a mis escarabajos? Deben de estar por aquí: nunca se alejan mucho de sus peceras.

Zanoni no se molestó en responder, sino que contemplando grave e indiferente a su interlocutor, lidió por desasirse del sentimiento de humillación al que su reciente vahído le había arrastrado. Debemos aclarar que Zanoni no era un lego en bichología; de hecho, uno de los sótanos de su vivienda —el más húmero y recóndito—, lo dedicaba a la cría de arácnidos tales como amblipigios, solífugos y opiliones (a las arañas les reservaba un habitáculo de honor, del que ya hablaremos). Huelga decir que “Ceferino el Entomólogo”, como se conocía a aquel biólogo heterodoxo, conocía desde hacía años a nuestro héroe espigado, quien en no pocas ocasiones acudía a pedirle consejo acerca de las cuestiones más variopintas: ¿por qué el aura azul de mis gatos se expande por el techo de los baños?, ¿de dónde proceden las mareas acuciantes de mis sueños lúcidos?, ¿por qué los cadáveres troceados de familiares me suplican ser desenterrados?… No en vano, Ceferino se mostraba locuaz ante los que consideraba pares intelectuales, porque ya os imaginaréis que sus quehaceres no atraían al común de sus conciudadanos. Mas no hay que pensar que su biliosa vida era triste; cierto es que nunca contrajo matrimonio ni tuvo hijos; también que jamás habitó en una vivienda de su propiedad, optando por dejar reposar sus ajados huesos sobre un viejo colchón celeste que alojaba en un cuartucho contiguo al laboratorio de química. Comoquiera que sea, ello no le impidió vivir bajo la bendición de sus preciados tomos de ciencias ocultas y reveladas, dedicando su tiempo a la fabricación de sofisticados engranajes de madera ensamblados por bisagras chirriantes.

Apabullado por la intensa mirada de los gatos, Ceferino decidió en una temprana etapa de su vida que las únicas criaturas dignas de compasión eran los insectos, en particular, los escarabajos. El sabio observaba, anotaba y clasificaba las metamorfosis de los coleópteros con ojos de niño; éstos, indiferentes a sus mimos y desvelos, se dedicaban a sus babosas actividades, hasta que un buen día, bichos y bichólogo llegaron a un acuerdo tácito de convivencia, en virtud del cual, Ceferino los utilizaría como espías en el recinto catedralicio a cambio de que aquéllos tuvieran garantizados los accesos a las mazmorras, unos oscuros espacios subterráneos que cobijaban secretos sin par. Durante el periodo de procesiones, los escarabajos padecían de una grave crisis de orientación, provocada por las algaradas de los parroquianos. Y Zanoni bien parecía uno sus escarabajos allí plantado, medio aturdido y lloroso.

—¿A qué has venido esta vez? —, interpeló el bibliotecario.

—Necesito conocer las cualidades ocultas de un compuesto. —las cejas del sabio se arquearon en una fingida sorpresa, asintiendo finalmente con un ademán de resignación. Ceferino era una de esas personas para las que un favor era sinónimo de obligación.

Ambos personajes, fásmido y coleóptero, se adentraron en un sinuoso laberinto de pasadizos y escalones, en busca de la Cámara Obscura. No era su primera vez, así que una vez llegados a la curiosa estancia, tomaron posiciones haciendo gala de una eficacia ritual. La Cámara Obscura consistía en caverna excavada en la propia base de la torre, separada en dos ámbitos por un grueso cortinaje. Una luz de cálida gualda descendía lentamente por las paredes irregulares. A ningún lego le era permitido pasar al otro lado del cortinaje, con el propósito de evitar la contaminación del recinto con ese halo de alma bruta que exudan los seres impuros. A este lado en el que nos encontramos, podemos apreciar el recio terciopelo de ónice del primer lienzo. Hacia el otro se adentra Ceferino, sorteando los lienzos con sumo cuidado; justo antes, Zanoni le había confiado la pipeta, a decir verdad, aliviado por deshacerse de aquel cachivache maldito. ¿Cree el incrédulo lector que no vamos a darle satisfacción, describiéndole el paseo oculto del entomólogo? Pues bien, no lo haremos; sólo diremos que esa primera cortina dejaba paso a otras tantas, y que las luces iban tornándose violáceas y psicodélicas, lo mismo que los lienzos que obstaculizaban el paso, cuyos materiales progresaban del cáñamo al amianto y del sisal al plástico traslúcido.

Al cabo de un rato, un grito ronco de Ceferino sacudió la poca cordura de la que aún disponía nuestro investigador; y tan fulminantemente como cayó en la cuenta de que un aura negruzca se cernía sobre el espectáculo de luces de la gruta, emergió una silueta antropomórfica del cortinaje, mirándole sin ojos. Una figura lechosa cuya cabeza ovalada era atravesada por una delgada línea, allí donde debía ubicarse una boca. E impelida por una fuerza sobrehumana, se abalanzó sobre Zanoni, cuyo revólver cayó rodando miserablemente. La fuerza simiesca ejercida contra sus brazos y su pecho reveló al investigador que no se trataba de una mera alucinación; su corazón golpeaba furiosamente mientras forcejeaba con la bestia albina. El miedo a morir a manos de aquel engendro le hizo extraer fuerzas de flaqueza, logrando golpearle repetidamente con pugilística precisión, mientras trataba de recuperar el arma de fuego, que yacía a un paso de los contendientes. En ese momento sucedió algo horrible: el sucedáneo de boca delineado en la cabeza del engendro comenzó a abrirse muy lentamente, revelando una horrible nada: ¡aquello trataba de tragársele! En aquel preciso instante pudo comprobar por el rabillo del ojo cómo Ceferino se arrastraba tras ellos, aturdido; la bestia se volvió mecánicamente, momento que Zanoni aprovechó para asir el revólver y disparar a diestro y siniestro.


IX


Veintinueve días después de los acontecimientos narrados, vemos a un extraño sosteniendo un reloj de bolsillo bellamente tallado en su mano izquierda, mientras clava una mirada de hielo justo entre los ojos de León Espiliado, yaciendo a sus pies con su habitual sonrisa. El extraño, de profesión sicario, era un tipo larguirucho, calvo y pálido, cuyos finos labios no presagiaban palabras y cuyos ojuelos enfocaban siempre con un siniestro propósito. A nadie comunicó su verdadero nombre, así que le llamaban “el sonámbulo”. Pues bien, el sonámbulo había seguido los pasos de León hasta la vivienda de Zanoni; al contemplarle allí pasmado, haciendo gestos hacia el ventanuco de nuestro héroe, decidió seguirle y ver qué podía averiguar. Y de este modo fue como, al cruzar la primera esquina, el sonriente Espiliado se topó de bruces contra el pomo del bastón del sonámbulo, acabando con sus huesos en el pavimento de aquella ignorada callejuela.

En una noche sin luna como aquella, el rostro anguloso del sonámbulo se revelaba como una fascinante visión fúnebre. Ese precioso contraste de luz y oscuridad no fue ajeno a la aguzada percepción de León, pintor de profesión y aficionado a la catóptrica, quien había dedicado toda una sección en su laboratorio a escalar los haces de luz sobre sus lienzos de tela; le restaba entonces aplicar sus gouaches con minuciosidad sobre cada sección, respetando cada una de las gradas de intensidad. El resultado de esta actividad, a caballo entre lo científico y lo artístico, había desembocado en obras de singular pureza. Aunque no había jornada en la que León, llorando amargamente, no arruinara al menos uno o dos de esos lienzos, arrojándoles acrílicos de castaños sepias y sienas, al tiempo que vociferaba ininteligibles parrafadas, extraídas de oscuras obras de Ulises Aldrovandi o Gaspar Escoto.

Pero no nos desviemos: el sonámbulo presionaba con singular fuerza la maltrecha nariz de León, de cuyos orificios manaba sangre a borbotones. Y León se sonreía, pícaro, consciente de lo irónico de la situación. Extendió las palmas de las manos en señal de rendición y procedió a incorporarse lentamente. El sonámbulo se lo permitió, despegando sus labios de enterrador:

—¿Dónde está?, inquirió impertérrito.

—¿Quién? —, interpelación esta de León que provocó un bastonazo sobre su rótula izquierda. Cuando hubo acabado de lamentarse por tamaña pulsión de dolor, transcurridos un par de minutos agónicos, acertó a murmurar:

—…No lo sé… Lo tiene él… ¿Para qué lo buscas? —, el dolor dejó paso a la risa compulsiva. El sonámbulo seguía sosteniendo su mirada muerta sobre el practicante de ciencias ocultas y pintor, mas fue incapaz de reaccionar cuando León extrajo súbitamente una navaja de su cazadora, clavándola en el dedo gordo de su pie derecho. La reacción de éste fue la de lamentarse como lo haría una alimaña, expeliendo un gruñido de intenso odio. Tiempo que aprovechó León para incorporarse, precipitada y torpemente, con la debida retirada en mente. El sonámbulo se arrojó a sus pies con el fin de impedirlo, pero los hábiles zapatazos de León y la quemazón de su herida abierta, terminaron por disuadirle de tal empresa. El resultado de semejante desencuentro fue que dos personajes cojos, sangrantes y patizambos se alejaban el uno del otro. Uno riendo y otro gruñendo.

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